Películas de acción

Harta de que a cada tres pasos que daba resonara algo sobre la película de los Avengers, una amiga criticó amargamente “Si la gente estuviera tan al pendiente del uso que le dan los políticos a sus impuestos como lo está de esa pinche película, viviríamos mejor”. Sorprendido por la virulenta reacción, intenté tranquilizar a mi acompañante señalándole que la corrupción política no era culpa de nuestra falta de actividad política, pues sería creer que los políticos sólo actuarían bien al sentirse vigilados. Además, el que haya personas que se complazcan viendo una película o una serie de veintitantos filmes, no los vuelve personas inferiores a quienes están al pendiente del actuar político. Pues la política, como bien lo evidencian los influencers de Twitter, puede verse como un espectáculo que excede más de veintidós películas. “Pero es una mala película, con huecos argumentales y ajena a toda comprensión posible de la realidad”, contrataco mi amiga al filme. Es cierto, tal vez nunca veamos a seres de otros planetas; quizá la gente con poder nunca va a ayudar a los débiles; y nunca a las buenas personas les sale todo bien; pero la justicia es deseable. Esa podría ser una de las razones por las que gustan esas películas: en un mundo injusto, vale la pena fantasear con la justicia. Las películas más exitosas son aquellas que nos muestran que hay quienes obtienen lo que deseamos. No necesariamente son las que derrochan vidas repletas de excesos, ni las de amor (que nunca puede faltar en una película que genera millones de dólares), entre todas estas y sus respectivas mezclas, tienen un lugar especial las películas de acción. Las series o los filmes donde hay peleas, problemas casi irresolubles, misiones inverosímiles y héroes, son las que mayor emoción generan. La de los Avengers se encamina a ser la que más dinero recaude. ¿Por qué gustan tanto ese tipo de historias?, ¿por qué se habla de ellas una y otra vez?, ¿por qué generan fanatismos que causan enfermedades? Quizá, además de lo que le decía a mi amiga, se deba a la quietud de nuestras vidas. Nada más ajeno a la realidad que lo que sucede en la pantalla de los vengadores, a tantas peleas, a las victorias de los personajes más cercanos a la justica, a que con un chasquido de los dedos se pueda deshacer la mitad del universo. Esa muestra de acción ante estáticos espectadores, esa balanza siempre inclinada hacia el lado más justo en un mundo injusto, ese inconmensurable poder en quienes ni siquiera pueden evitar el tráfico, es lo que gusta, lo que se desea, lo que atrae. Vemos las películas sin mancharnos ni un poco. Nos gusta ser espectadores.

Yaddir

Auschwitz

Y le dijo: deja el campo de concentración atrás, olvida… Pues sólo en el olvido está el perdón.

Gazmogno

Donde me Cobijo

Gardel podrá decir lo que quiera, porque es sabio y habla con verdad.
Pero en todo este tiempo que no ha sido nada, Patricio se ha dado cuenta que decir tu nombre es un lujo que ya no puede darse.

Ronzio Vitale

 

Ronzio Vitale

 

Hay quien no reconoce los milagros

 

La de Ida Vitale es, ha dicho Guillermo Sheridan, una poesía de veras, tan de veras que elogia la maravilla del mundo suspensa en la vitalidad de la palabra. Leer a Ida Vitale, ahora señalada por los periodistas como una poeta humilde, es mirar un milagro en la ventana, el florecimiento fugaz de la vida, el zumbido repentino que alegra la tarde. Si el mundo vio humildad en el bellísimo discurso de Vitale al recibir el Premio Cervantes, los lectores de su poesía reconocerán en sus palabras la admiración alegre y juguetona por los pequeños detalles. Si acaso puede decirse que la de Ida Vitale es una poesía humilde, sólo será porque la perfección de sus poemas parte del reconocimiento de la perfección del mundo, de este mundo imperfecto, maravillosamente imperfecto. La humildad es la sonrisa que dibuja de veras al mundo. Valga como ejemplo “Colibrí”.

 

La resolana que vibra,

un breve sol en el seto,

un ts ts que al aire libra

su peligroso secreto

 

y ya la flor disminuye

ante el prodigio de pluma

que surge y deslumbra y huye

y sólo alcanzo por suma

 

terca de años, en que presa

del hechizo, sigo en vano

la milagrosa destreza

que lo suspenda en mi mano

 

y entonces por un segundo

sentir cómo late el mundo.

El poema es un anagrama sensual. Colores, sonidos y texturas, la sensualidad plena se traspone y congrega a través de los versos. Leer el poema nos pide ir de un sentido a otro, de un sensible al otro, con la sorpresa misma con que miramos un colibrí, con la ligereza misma con que el colibrí se nos escapa, con el vital zumbido maravillante de lo bello. La lectura del poema es el presentimiento súbito de nuestras sensibilidades.

         Iniciemos con el sonido. Lo más sencillo es reconocer la rima, que está plenamente lograda y cualquiera ve con facilidad. No así, por cierto, las correspondencias sonoras al interior del poema. En los dos primeros versos, por ejemplo, vibra y breve juegan contrapuestos para anudar el flujo rítmico de las s y l continuas de resolana, sol y seto. En los dos primeros versos, el sonido confluye en un nudo: del nudo se despliegan los ritmos como del cuerpo las alas del colibrí. Los dos primeros versos, por su sonido, nos presentan al colibrí de cuerpo entero, de alas plenas, en pleno vuelo entero. Por ello, el tercer verso puede introducir, repitiéndola, la onomatopeya. Por ello, la primera estrofa puede concluir con su último sonorísimo verso.

         Eso no es todo, en la primera estrofa, los sonidos juegan con los colores. Una resolana vibrante es la sensación misma del color cuando nos sorprendemos mirando el pleno movimiento. La resolana vibrante es la corporeización del tornasol abstracto. Obviamente, y el lector lo nota de inmediato, la resolana vibrante es la súbita presencia del colibrí en el campo de la mirada. El prodigioso colibrí aparece primero a los ojos —resolana— y luego a los oídos —ts ts—; para el lector, por cierto, fijar la mirada en el ts ts es mirar el contorno del colibrí que ha cambiado de posición. La experiencia visual del primer verso se contrapone con la imagen visual del segundo: en el poema aparece el colibrí como un breve sol. La presencia súbita del primer verso se convierte en plácida imagen en el segundo. La brevedad del sol, víspera o alborada, resalta al seto: el sol más allá del horizonte, el huidizo colibrí más allá de cualquier reja.

         Volvamos al colibrí visto de perfil: ts ts. La figura del colibrí contrasta con la imagen formada en el segundo verso, cual se nota por la contraposición sonora con el seto —la inmovilidad frente al movimiento— (¿no es precisamente esa firme t la que pone una barrera a la s juguetona?, ¿no aparece la palabra seto como imagen visual en toda su sonoridad originaria?). La visualidad se resalta por la contraposición sonora, la sonoridad despunta por el ímpetu visual, colores y sonidos se resuelven en una imagen táctil: al aire libra su peligroso secreto. Escuchemos el camino desde las líquidas hasta las sibilantes, veamos el garigol con que culmina el tercer verso frente a las sinuosidades en que se resuelve el cuarto. Volar es para el colibrí revelar el peligroso secreto de su existencia. El poema nos hace visible la maravilla de un secreto, del misterio.

         Para la segunda estrofa el leve vuelo del colibrí trae a la presencia a la flor, lo móvil exhibe a lo inmóvil. Ante la presencia del colibrí la flor disminuye. ¿Qué hacen tantas y en ese cuarto verso? ¿No es acaso la representación visual de la figura de la flor y del pico del colibrí? ¿No es acaso el símbolo de la perfección de este mundo imperfecto? La delicada fugacidad del colibrí empequeñece la frágil permanencia de la flor. El néctar de la vida se entrega en la perspicua firmeza del aleteo. La y es figura, es reunión, es comunión, es misterio.

         De pronto nos sorprende la confluencia de las obstruyentes, oclusivas, bilabiales y sordas del quinto verso. El prodigio de la pluma representa el ritmo del aleteo al tiempo que suspende la mirada del que mira al colibrí. Frente al movimiento, el espectador se sorprende de la fuerza con que el colibrí se mantiene a flote. Frente al movimiento, el espectador disminuye ante el colibrí mismo. Captar el milagro del aleteo esforzado suspende nuestro propio aliento, nos obstruye, nos ocluye. Y el colibrí, frente al espectador, escapa: que surge y deslumbra y huye. El sexto verso vuela rápidamente y nos deja expectantes en el séptimo.

         La poeta, quizá tan sorprendida de tanta expectación, risueña ante el milagro todo, no permite que el lector resuelva su experiencia en un soneto. Por ello, la tercera estrofa vuelve a ser cuarteta. Por ello, la tercera estrofa tiene ese ritmo tan inquietante, casi incómodo. Primero, la tercera estrofa se caracteriza por sus difíciles encabalgamientos. Segundo, en ella reaparecen los signos de puntuación, los juegos de contraposiciones de los dos primeros versos, la sorpresa de la experiencia inicial de irrupción. ¡El colibrí ha vuelto! La nueva irrupción del colibrí, perfectamente libre, perfectamente huidizo, nos deja a nosotros presos: presa del hechizo. ¿Cuál es nuestra prisión? Prisioneros de la maravilla, prisioneros del milagro.

         ¿Cuál es el milagro que nos aprisiona al finalizar el poema? La poeta, sabia, resuelve el poema en dos versos. El colibrí, juguetón, resuelve nuestra expectación posándose en nuestra mano. Nosotros, sorprendidos, nos maravillamos con la presencia del ave juguetona, de la poeta alegre, de la sonrisa cómplice de haber presenciado un milagro: por un segundo sentir cómo late el mundo. El lector queda disminuido, pero engrandecido; súbito, pero permanente; tranquilo y estupefacto. El lector contempla la vida con la fugacidad de la belleza, como el milagro que suspende los minutos, como el brevísimo latido de un corazón emocionado; el lector enamorado. Ida Vitale ha presentado en su poema al mundo de veras, al lector de veras, a la poesía de veras. Como que el mundo a veces es el zumbido de la vida, a veces la vida misma, a veces un poema hermoso, a veces la maravilla de vivir leyendo, la maravilla de vivir con otro… y leyendo.

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. Qué curioso, en el puente vacacional de inicio de febrero apareció una manta amenazando al presidente. En el puente vacacional de semana santa apareció una manta amenazando al presidente. Cuando el presidente descansa, aparecen mantas. No es por pensar mal, pero ¡vaya que quiere ser el centro de atención! 2. No expresó sus condolencias, expresó su apoyo al gobernador de Veracruz y su desprecio al fiscal que debe investigar el caso. Los ejecutados de Minatitlán le sirvieron al presidente para la politiquería, para fingirse muy indignado… no por los muertos, sino por «el cochinero» que les dejaron. Calderón los llamó bajas colaterales, Peña supuso que si no se hablaba de ellos nadie se enteraría de su existencia, López Obrador sostiene que son intentos de desestabilizar su proyecto. ¿Quién es más vil? 3. «No hay indiscreciones que cometer, haciendo útil la inteligencia», afirma Erandi Cerbón en un gran artículo. 4. Que una de las películas que tradicionalmente ven los católicos en semana santa narra una historia gay. Ya me imagino el enojo del Frente Nacional por la Familia (que ahora encuentra en el fascismo una alternativa «católica» para defender la familia tradicional). Imagina tú, lector, con qué sonrisa te comparto este link.

Coletilla. Qué gusto que en el diario al que el presidente despreció como «pasquín», don Armando Fuentes Aguirre Catón pueda retomar una de nuestras tradiciones literarias: la sátira política. Disfrútenla.

Phaedropus, moralista inmortal, grecolatino,

es autor de esta fábula en verso alejandrino:

«Un hombre no muy grande, mas con traza de viejo,

se miró cierto día la cara en el espejo.

La vio ajada, marchita, sin brillo y con arrugas;

los párpados caídos, anuncio de verrugas;

blanco el cabello y ralo muy prematuramente;

cansada la sonrisa, con sombras en la frente;

fatigado el semblante en modo singular

quizás a consecuencia de tanto madrugar.

Al ver aquella imagen el hombre del relato

se irritó grandemente mirando su retrato.

Exclamó con voz ronca: ‘¿Por qué me veo así?

De seguro este espejo es espejo fifí;

amarillista, hipócrita, mensajero del mal;

conservador, mafioso y neoliberal.

Desde ahora lo cuento entre mis adversarios,

y voy a hacerlo objeto de mis denuestos diarios’.

Aunque era de su imagen un exacto reflejo

el individuo, airado, maldijo a aquel espejo.

En su encono furioso ni siquiera pensaba

que el cristal del espejo sólo lo reflejaba».

El anterior apólogo me recuerda la forma

en que el señor del ganso se refiere a Reforma.

Parapeto de la falsedad

Parapeto de la falsedad

La palabra tiempo no produce tiempo. No puede exagerarse al grado de afirmar que toda palabra es devenir temporal, como aprendimos por el Verbo. Desde el nivel más superficial, se reconoce como producto de la estulticia el sueño de ir contra el tiempo. Pasar es un verbo que bien se aplica al transcurrir como al ocurrir. Parece un signo digno de la imagen cotidiana del movimiento, de lo que se tiende entre un momento y otro. Hay algo atractivo a lo que llamamos espiritualidad en cerrar los ojos para reconocer que todo pasa. Los conflictos de eso que llamamos persona, adjetivo moral, pasan, y es ardid popular que el tiempo tiene poder sobre los efectos. Es inútil, decimos, ir contra nuestra mortalidad en el tiempo, como intentar observar lo que sólo requiere erosión. La imagen del médico siempre es replicada: sospecha uno un conocimiento regular que orienta la experiencia, a pesar de que eso que llamamos experiencia a veces se malbarata por el prejuicio que no vemos. El amor propio es el arquitecto de ese personaje que es el tiempo. Nuestra humildad es ilusoria: confiamos en el tiempo como en un fantasma. ¿O será el fundamento de la esperanza? ¿El tiempo, origen de la fe? Se espera en el tiempo el olvido, la producción natural de una llanura; buscar algo distinto sería, al parecer, una soberbia inútil. En el paso del tiempo, ¿qué será pensar? No lo pregunto seguro de la respuesta. Me pongo en el borde de la pregunta, reconociendo mi frivolidad ante ella. ¿Qué mayor frivolidad que la falsa angustia por el tiempo cuando es posible pensar? Pensar no nos parece algo por hacer. Es algo relegado a la exigencia de la situación. Esa situación que nos circunda por el tiempo que hace su obra. Preguntamos qué hacer, pero no con el deseo de pensar. Inofensivo parece pensar; improductivo cuando no hay solución visible. No es necesario menospreciar la practicidad, que también es un descubrimiento del pensar. Tiempo se pide cuando pasa eso: decimos no saber qué hacer. La disyuntiva siempre está basada en ese adelanto. Exigir la disolución de uno por medio del tiempo es también un modo de la vanidad: se impide innecesariamente la visión, pensando que se trata de saber qué hacer.

 

Tacitus

Elegía del éxito

Conforme envejecemos, hay más que contar sobre nuestra vida. Perdemos años, ganamos historias. Las reuniones de amigos, cuya lejanía dificultó el trato cotidiano, permiten relatarse sus acciones destacadas. En el reencuentro se comparten los logros cumplidos, no necesariamente con el fin de presumir, sino como un verdadero gesto nacido del cariño y la curiosidad. Un amigo no quiere sobresalir del otro, sino mostrarle qué ha realizado mientras no se vieron. La innovación de las redes sociales permite que la reunión ya no sea necesaria, aunque tampoco se comparta nada (el término se mantiene, la acción se desvirtúa). Cualquier intento de comunidad es negado por la casualidad de relacionarse con otro (Facebook, por ejemplo, te sugiere contactar al amigo del amigo de tu amigo; una vez agregado, puede que jamás converses con él). La exhibición de la privacidad conlleva la exhibición de logros.

Últimamente he puesto atención a las publicaciones de quienes tengo agregados en mi perfil. Así como yo, mis amigos chismosos también han visto el destino de otras personas. Varios se lamentan de que el matrimonio sea un padecimiento contagioso, cuyo pronóstico indica que somos muy vulnerables a él. Peor si conduce a la enfermedad terminal: el nacimiento de un bebé. Otros se incomodan por la ironía de que el perdedor de la secundaria, el que tenía una verruga colorada cerca de su oreja, disfruta de las mieles de la independencia: vive en Monterrey, conduce un buen coche y su trabajo lo ha llevado a Estados Unidos. Con secreta altivez, agradecen seguir construyéndose; con secreta frustración, se infravaloran. Aunque no dudo de que he caído en ambas posturas, personalmente no me siento identificado con ninguna. Por ser más chismoso que ellos, me causa placer el simple hecho de saber sobre sus vidas. En ocasiones mi imaginación confabula sus historias personales. Me ayuda mucho que los haya tratado alguna vez, eso suma elementos gozosos a mi fantasía. A pesar de esto, también me he decepcionado muchas veces. Confabular me ha prevenido de todo lo que puede esconder una postal de vacaciones, una sonrisa genérica o un abrazo al hombro necesario para la toma.

Numerosos triunfos exhibidos me provocan incredulidad o tristeza. En el primer caso, el afán de presumirlos es tan grande que la presunción es una repetición continua para que una carencia sea reparada o incluso una mentira sea verdad. También no dudo que la presunción sea una extensión de su vanidad, una de la que se han acostumbrado tanto que la asumen como circunstancia trivial. Más interesante es el segundo caso. La honestidad, en comparación con la jactancia, parece nobleza. No dudo de que genuinamente estén contentos y se encuentren muy cerca de una realización personal. Sin embargo ahí radica mi tristeza. Estoy completamente seguro de que su imagen riendo, con un disfrute creciente, es una imagen nada más. Eso que pude haber visto cuando éramos más jóvenes, ya no es más. Esa disposición jovial, desembarazada, sólo podré encontrarla en sus horas de embriaguez o parcialmente si los acompaño en un viaje. En la playa, o bajo el asombro de encontrarnos en un sitio exótico, veré esa alegría pasajera. Nunca la veré en sus horas que consideran más decisivas o cotidianas. Su mente estará ocupada en los quehaceres o en sus próximos descansos (irse a una tierra lejana empieza desde imaginarlo).

Podrían responderme que busco vivir en un País de Nunca Jamás y me recluyo en la inmadurez para no enfrentar los asuntos graves de la vida. En realidad, ellos son los que viven en el País de Nunca Jamás: donde hay los mismos rincones, donde jamás crece nada y el cielo, con su estatismo, oculta lo que hay más allá. Me causa tristeza que muchos de esos hombres, cuyas osadías dieron un interés a mi adolescencia, no sólo se regocijen en su estrechez, sino que aborrezcan cualquier otra diferencia o insignificancia. Me causa tristeza que aquellos estudiantes, con ardor propio de la juventud, hayan emprendido proyectos por sí mismos, inesperados y hasta ridículos, y ahora ofrezcan conferencias publicitarias o hayan conseguido el american dream, bajo la ilusión de ser parte de un cambio social dentro de una embajada. Las ridiculeces fueron sólo exigencias caprichosas de atención. Me causa tristeza que esa discrepancia, la cual rayaba peligrosamente con la belicosidad, los haya empujado a renunciar al mundo, física y simbólicamente. Me causa tristeza que el tedio y la arrogancia se disfracen de triunfo o autorrealización. Se me podrá acusar también de sufrir complejo de inferioridad y buscar excusas para evadirlo. Mi creencia de que hay más dignidad en inquirir en los fracasos que exaltarlos, sería otra excusa. Al menos espero que mi mediocridad sea premiada, así como sucedió con ese profesor humilde del que cuenta Torri.

Cuentas tiranas

Los muertos de años pasados fueron tragedia y sirvieron de ignominia.

Los de Minatitlán, junto con otros tantos miles, se transformaron 4 veces, hasta convertirse en estadística.

Maigo.