Por lo regular aquellos gobernantes que dicen deberse a su pueblo acaban más locos que los que los vitoreaban cuando inician su gobierno. En poco tiempo el miedo a perder el poder conseguido tras muchos años, digamos unos dieciocho, se apodera de ellos; y con tal de afianzar su lugar como mandatarios cortan lenguas y envían a sus opositores al exilio o al cadalso.
A veces surgen defensores de aquellos que inician con un buen gobierno indicando las dificultades de una infancia difícil, llena de austeridades y privaciones, a veces las incoherencias de aquellos que se ganan el título de Gobernante del pueblo, se justifican en la presencia de fiebres.
El caso es que ya sea por dolores y estrés o por las fiebres que atacan a un cerebro débil, en ocasiones aquellos que ostentan el nombre de Gobernante del o para el pueblo, aquellos que dicen deberse a su pueblo, se convierten en seres peores que los opresores de los que supuestamente libraron a quienes los vitorearon cuando llegaron al poder.
Calígula, por ejemplo, estuvo sometido a la voluntad de Tiberio desde que era niño hasta que heredando el trono se convirtió en César. Fueron años de sospechas y de un constante encierro y también fueron años de convivencia con su antecesor Tiberio.
En siete meses se convirtió en Gobernante del Pueblo, y tres meses después de esos siete, de él se apoderaron la locura y el miedo, no quería perder el poder que en sus manos tenía y para mantenerlo se dedicó a asesinar y callar a su querido pueblo.
Ese pueblo que lo vitoreó al ver que en nada se parecía el nuevo César al anterior, especialmente cuando se habían cancelado algunas costumbres de Tiberio. Ese pueblo que se desencantó al ver que tras unos meses regresaban poco a poco las crueles y sangrientas costumbres del gobernante que no era del pueblo.
Maigo.