A la sombra

A la sombra

¿Puede aplicarse el supuesto de la relatividad total a nuestra propia alma? La pregunta parece ociosa, porque se da por supuesto que el origen de la relatividad es claro en sí mismo: fuera de lo demostrable, lo demás es interpretación. La palabra “interpretación” pierde todo sentido, porque en sentido estricto no habría nada qué acercar: sólo reina la opinión, que quién sabe de qué será opinión. ¿Hay alguna utilidad en señalar la contradicción inherente al intento de defender la interpretación mediante una apelación absoluta a la imposibilidad de interpretar? Las lecciones morales usuales son triviales, pero la indignación se despierta fácilmente. Tanta moralidad es también una falsedad hacia uno mismo. ¿Cómo distinguir la evasión de la cercanía cuando no hay nada qué pensar? La palabra naturaleza se vuelve trivial porque es casi hermana del prejuicio. Eso sería cierto si la experiencia no pudiera todavía mostrarnos el error. ¿No es andar en círculos otra vez? La experiencia, señalamos, se construye, se hace con palabra y, por ende, se comprende por interpretación. El pupilo sólo puede maravillarse ante la pregunta que se le hace clara. No hay una ley que determine cómo puede mantener el asombro ante sí mismo. Sería falso decir que no existen ni la hipocresía ni el autoengaño. Pero también sería una visible exageración afirmar que es imposible vivir sin conocerse. A fin de cuentas, el absurdo sería inevitable si ahí en donde se busca sólo permanece el acto mismo de buscar. Mejor dicho, sólo hay absurdo genuino cuando eso que llamamos búsqueda sólo es un impulso ciego, imposible, porque no puede llegar a ningún lado. ¿Alguien establece los límites a la voluntad de poder? ¿No es la encendida frialdad del solitario que sólo puede hablar al futuro (y no a la tecnificación posible del progreso sin crítica) la dramatización del descubrimiento de la proyección histórica? Hasta el individualismo se vuelve, según esta otra idea, una vulgarización de la originalidad. Si la caverna sólo es poesía en el sentido más vulgar del término, toda pregunta es irrelevante. Quizá ahí reside el verdadero conflicto de no saber lo que somos, o de temerlo.

 

Tacitus

Lectura en línea

Tienen razón quienes proclaman la intervención de la tecnología en la vida del hombre. A veces muy entusiastas, tienen fe en un mundo nuevo sin confusiones, con plena eficiencia en sus metas y problemas políticos prontos a resolverse. Siendo reservados con esta expectativas, al menos sí podemos coincidir con que la vida diaria ha sido trastocada por la vertiginosa novedad. El cambio es tan drástico que sorprende la comparación de nuestro actual modo de vida al de hace veinte años. Sustituimos el frágil walkman con un teléfono celular que contiene —entre otras maravillas— una biblioteca musical. En vez de comprar la Enciclopedia Británica y buscarle espacio en nuestro modesto hogar, consultamos la infinita Wikipedia. Muchos artefactos y síntesis digitales nos rodean, asumimos que el cambio se prueba por la cantidad de facilidades. Sin embargo otros giros no tan evidentes llegan a ser igualmente importantes: lo tradicional es alterable por la novedad.

La celeridad y eficacia proclamada también alcanza a la lectura. Siendo una actividad tan arraigada y común en nosotros, se percibe inmutable. Una capacidad útil, propia, usualmente menospreciada, e independiente del ambiente social (o circunstancias objetivas); una cualidad auténtica e inherente. Una buena lectura exigiría tener dispuestos nuestros sentidos y una capacidad cognitiva normal. En ello, la tecnología auxilia: afina la vista, busca alternativas en los ciegos, añade luz portátil para disfrutar los libros donde el sol esté casi inexistente. Sus beneficios no sólo están en asegurar la normalidad, sino en la expansión de lo que significa leer. Por ejemplo, la lectura del mayor número posible de palabras apuesta por potencializar el maravilloso cerebro y reparar la estrechez visual. Poder devorar las palabras acelera el tiempo de lectura, entre menos tiempo diario se ocupa más tiempo vital para leer. Quien sepa la técnica habrá leído más libros de lo que hubiera logrado sin ella. La expansión no se limita a la explotación biológica, sino que también lo ha hecho con el entorno. El lector nunca sufrirá desabastecimiento al tener la obra a un clic de distancia.

Si la excelencia en lectura radicara en el número de libros, sería una de las promesas más tangibles conseguidas por la tecnología. La novedad presumiría la erudición somo sinónimo de cultura en el hombre. Empero esta manera de leer no es la única. En su libro más célebre, al comienzo, Mortimer J. Adler distingue dos tipos de lectura: la informativa y comprensiva. La imaginación inquieta nos hace entender la alusión de la primera categoría. Leer para informarse es obtener el contenido en las obras que leemos, saber de los hechos que relatan, las opiniones que ofrecen, las afirmaciones que hacen. Un lector informado recolecta extractos de las obras de consulta. Quien capta miles de palabras por minuto, al cabo de un año habrá leído casi mil libros; la capacidad expandida a linderos sobrehumanos. La segunda lectura distinguida no busca la obtención, sino la asimilación de lo que se dice. Asimilar significa pasar del almacenamiento a la viveza de las letras. Es reconocer las múltiples interpretaciones en lo que leemos, seleccionarlas, dilucidar una postura y dialogar con el libro. Así una obra ayudaría a hacernos entender más o hacernos entender menos la realidad.

Aunque más popular y menos exhaustiva, la primera lectura es deficiente. No sólo fomenta la visión generalísima y rudimentaria de los libros, sino es una desaprovechamiento de nuestras capacidades biológicas y anímicas. Prueba de su inferioridad es su degeneración: la lectura en línea. Descartamos leer un gran libro encontrado en un formato digital o consultar una entrada en Wikipedia; en ambos se ocupan las lecturas susodichas. La lectura en línea es la ejercida usualmente al navegar en redes sociales. Mientras se desplaza el usuario, su vista capta publicaciones cortas y memes. No se detiene a rumiarlos, ni los almacena y muchos menos los asimila. Sólo posa fugazmente su vista. Quizás el meme es una puntada que despierta una sonrisa lánguida, pero continúa siendo un objeto unívoco que pasa tras otro. Desplazarse por horas se realiza bajo un tedio disfrazado. Hay memes que se burlan de esta adicción, buscan una risa nerviosa ante la incomodidad del propio reconocimiento; como buen momazo, se tritura a sí mismo. Leemos para enterarnos del marcador del partido de ayer, leemos para saber las conquistas de Julio César, leemos para delinear los componentes de la célula, en redes sociales leemos únicamente para pasar el tiempo.

Sería incompleto decir que la lectura en línea es abuso de imágenes y publicaciones superfluas. En realidad es la máxima reducción del acto de leer, lo lleva casi a la pasividad tan disonante con el alma humana. Sin comunicación posible, las redes sociales conducen al aislamiento o necedad. El maestro caería en ingenuidad si omitiera la intervención tecnológica. Debe admitir el detrimento que ha traído al hábito de leer.  Negar la realidad sería permanecer en su torre, ésa donde reina la serenidad y el silencio propios de un manicomio.