Leí un par de maravillantes ensayos de Josef Pieper: El ocio, la base de la cultura y El acto filosófico. Él piensa que el alma humana está abierta al mundo y que los dos nombres de esta apertura son maravilla y esperanza. ¿Cómo saber de qué está hablando? ¿Por qué nos interesa? La segunda pregunta enchina la piel, así que tomemos mejor la primera. Para saberlo se requiere que podamos notar qué tiene de extraordinaria la vida cotidiana. La rutina, el esparcimiento y el cumplimiento de nuestras funciones, fundidas en una misma existencia instrumental, se administran con un balance más o menos bien logrado de placeres y dolores que extienden nuestra duración útil. Éste es el objetivo de la agenda individual, la logística de la dedicación. El cálculo termina en el humano poder, o sea el que tiene quien puede máximamente hacer bien a quienes quiere, mal a quienes desprecia y defenderse sin miedo de los que a él querrán dañar (incluso cuando esto se logra, como escuché decir una vez a un profesor de ética, cuando la sociedad puede garantizarle a todo individuo que es libre de hacer en paz lo que se le antoje). Ahí está el éxito. «¡Sé profesional! ¡Triunfa!». En nuestro mundo contemporáneo, todo esto parece consistir en no mucho más que la supervivencia más fácil y cómoda posible; pero el ascenso progresivo hacia ello requiere que uno se entregue a dificultades e incomodidades ineludibles. Virtud del hombre de nuestro tiempo es ser chambeador. No, no virtud: valor agregado. Todo ello conforma nuestra cotidianeidad, incluso en el tedio constante del fracaso, en la afirmación desinteresada de la pereza, o hasta en la inusual satisfacción del deseo de dominar a otros y ser rey, como dice la canción, aun sin trono, reina o comprensión. Las fantasías vacacionales y los sueños de vigilia laboral lo delatan.
En la posibilidad de encontrar que esta cotidianeidad no refleja la verdad de la vida es que está la maravilla. No se trata de una profundidad obscura, de un secreto indecible, místico, que está en un mundo sin conexiones con éste; se trata más bien de la posibilidad de notar lo extraordinario en lo ordinario. La maravilla es este mundo. La vida humana es mucho más que el canal corriente de la profesión, mucho más que el ajetreo del mercado. El mundo del trabajo, que incluye los ciclos que permiten las vacaciones y el entretenimiento relajante antiestrés, es una superficie solamente. Es una cara de algo más grande. Pero esto sólo puede descubrirse en el ocio. ¿Por qué en el ocio? Porque sólo fuera de la carrera en la que todo es útil o instrumento, en la que el desprecio a la palabra es la forma de intercambio, en la que todo fin está en un difuso ya casi; sólo fuera de ella es posible la oportunidad de que las cosas se contemplen como son sin ser para otras cosas. Y cómo se relacionan entre sí, cuando no estamos pensando en dominarlas para progresar, resulta ser mucho más rico, complicado, y extraordinario de lo que se dejaba ver en el negocio. El ruido del negocio no deja escuchar el sentido de las palabras. Sólo el ocio permite la reflexión. Y por eso, sólo en el ocio podemos vernos a nosotros mismos; aunque sea nomás un poco, porque nunca nos vemos completos y de golpe, como no vemos tampoco completa y de golpe la totalidad de todas las cosas del cosmos. La maravilla, dice Pieper, no «aparece» en el ocio, como si fuera un evento. Esto invitaría la falsa noción de que hay que hacer cita para alcanzarla; abriría las puertas a buscar la sabiduría apretando un cachito en la agenda de 18:00 a 19:00 para hacer yoga. La maravilla es más bien la forma en la que estamos conectados con la totalidad de la que somos una parte. Cuando la contemplamos, lo que creíamos que sabíamos se revela como superficial: no sabíamos nada.
Lo que dio pie a las objeciones de la Modernidad temprana contra los esfuerzos que a tientas hacen los llamados «filósofos», es que ante tal observación misteriosa, «no sabíamos nada», o se cambia completamente el rumbo o se sigue a tientas. Después de saber que no se sabe nada, parecería que uno desespera porque es imposible, entonces, después de tanto preguntar, saber. La objeción, por decirlo de manera reducida (aunque creo, precisa), consiste en decir que no tiene sentido preguntar tanto si después hay tanto más que preguntar. Mejor sería encontrar cómo hacerle para no maravillarnos más y, mejor, dejar de ignorar. Eso me recuerda el cuentito chistoso en el que se supone que Menón va a cenar a casa de Gorgias. Gorgias afirma que nada es, que si es nadie lo sabe, y que si alguien lo sabe, no puede comunicárselo a nadie; Menón le objeta a su anfitrión que no podría saber eso, porque para haberse dado cuenta de que ello es así, tuvo que haberlo aprendido. Pero no puede haber aprendido nada porque si al principio sabía qué estaba buscando, entonces ya sabía desde antes lo que ignoraba, y si por el contrario ignoraba qué buscar, entonces seguramente nunca lo encontró. Gorgias, ofuscado, replica que aunque suene bonita esa objeción, es totalmente infundada; pero como nada puede comunicarse, no importa ni tiene sentido tratar de explicarle cómo aprendió lo que aprendió. Menón entonces le dice que concuerda y con ello canta victoria –antes de tiempo–, señalando que todas esas cosas que Gorgias dice, y muchas más impresionantes, Menón ya las sabía desde antes de haberlo conocido: si las estaba pensando, y era imposible aprenderlas y comunicarlas, entonces no pueden haber venido de otra sabiduría fuera de su cabeza. Gorgias palidece de coraje, pero recobra la compostura contestando que todo lo que dice su invitado son disparates imposibles, porque como finalmente nada es, no hay nada que saber. Con eso vuelven a empezar, y así siguen hasta que se les enfría la comida y da la hora de que Menón se regrese a su casa.
En el malentendido está precisamente el punto que Pieper resalta al decir que la misma cosa es la que recibe el nombre de maravilla y de esperanza. La Modernidad, fuente arquitectónica de la vida sacrificada al progreso, pregonera del valor supremo del trabajo y enemiga por principio de la sabiduría, se confunde al pensar que la maravilla es lo mismo que la duda. Pero en efecto, sin esperanza, no parece que difieran mucho entre sí la experiencia de maravillarse y la de dudar. Decir que la distinción está en el grado, en la intensidad, es decir algo trivial pues ambas admiten lo más y lo menos. Ambas pueden ser íntimamente placenteras, jubilosas incluso. Al dudar, al mismo tiempo uno se percata de que creía saber, de que pensaba que algo era certero, sin asegurarse antes de que lo fuera; la maravilla hace eso también. La duda, sin embargo, mira sólo hacia dentro. La duda no se ha abierto en la afirmación de la parte, seguramente ínfima, que es quien duda en la totalidad. No confía en que detrás de la revelación misteriosa del desconocimiento, vive la sabiduría. Por esta convicción de que se ha ganado mucho al saber cuán poco se sabía, y que se ganará al aprenderlo de nuevo, y de nuevo, es que habla Pieper de esperanza. La vida extraordinaria muestra, en lo ordinario, que no estábamos viendo la vida incluso cuando pensábamos que la teníamos enfrente. Pero no deja de ser vida; de hecho se revela más viva que nunca. Por eso esta observación no quiere decir que la vida del ocio sea invisible y que mejor hay que encontrarnos un método para cuadrar nuestras sombras interiores según nuestros deseos más abundantes, a fin de que no perdamos tiempo en otras cosas que no eran visibles, que no estaban a nuestro alcance, que no caían bajo nuestro dominio; quiere decir, o acaso eso sugiere Pieper, que la vida humana siempre ha sido visible, máximamente, tan colorida como no sabíamos que fuera posible. Y por eso, de un modo que no deja de ser maravillante, en ser humana es que es divina.