Conforme envejecemos, hay más que contar sobre nuestra vida. Perdemos años, ganamos historias. Las reuniones de amigos, cuya lejanía dificultó el trato cotidiano, permiten relatarse sus acciones destacadas. En el reencuentro se comparten los logros cumplidos, no necesariamente con el fin de presumir, sino como un verdadero gesto nacido del cariño y la curiosidad. Un amigo no quiere sobresalir del otro, sino mostrarle qué ha realizado mientras no se vieron. La innovación de las redes sociales permite que la reunión ya no sea necesaria, aunque tampoco se comparta nada (el término se mantiene, la acción se desvirtúa). Cualquier intento de comunidad es negado por la casualidad de relacionarse con otro (Facebook, por ejemplo, te sugiere contactar al amigo del amigo de tu amigo; una vez agregado, puede que jamás converses con él). La exhibición de la privacidad conlleva la exhibición de logros.
Últimamente he puesto atención a las publicaciones de quienes tengo agregados en mi perfil. Así como yo, mis amigos chismosos también han visto el destino de otras personas. Varios se lamentan de que el matrimonio sea un padecimiento contagioso, cuyo pronóstico indica que somos muy vulnerables a él. Peor si conduce a la enfermedad terminal: el nacimiento de un bebé. Otros se incomodan por la ironía de que el perdedor de la secundaria, el que tenía una verruga colorada cerca de su oreja, disfruta de las mieles de la independencia: vive en Monterrey, conduce un buen coche y su trabajo lo ha llevado a Estados Unidos. Con secreta altivez, agradecen seguir construyéndose; con secreta frustración, se infravaloran. Aunque no dudo de que he caído en ambas posturas, personalmente no me siento identificado con ninguna. Por ser más chismoso que ellos, me causa placer el simple hecho de saber sobre sus vidas. En ocasiones mi imaginación confabula sus historias personales. Me ayuda mucho que los haya tratado alguna vez, eso suma elementos gozosos a mi fantasía. A pesar de esto, también me he decepcionado muchas veces. Confabular me ha prevenido de todo lo que puede esconder una postal de vacaciones, una sonrisa genérica o un abrazo al hombro necesario para la toma.
Numerosos triunfos exhibidos me provocan incredulidad o tristeza. En el primer caso, el afán de presumirlos es tan grande que la presunción es una repetición continua para que una carencia sea reparada o incluso una mentira sea verdad. También no dudo que la presunción sea una extensión de su vanidad, una de la que se han acostumbrado tanto que la asumen como circunstancia trivial. Más interesante es el segundo caso. La honestidad, en comparación con la jactancia, parece nobleza. No dudo de que genuinamente estén contentos y se encuentren muy cerca de una realización personal. Sin embargo ahí radica mi tristeza. Estoy completamente seguro de que su imagen riendo, con un disfrute creciente, es una imagen nada más. Eso que pude haber visto cuando éramos más jóvenes, ya no es más. Esa disposición jovial, desembarazada, sólo podré encontrarla en sus horas de embriaguez o parcialmente si los acompaño en un viaje. En la playa, o bajo el asombro de encontrarnos en un sitio exótico, veré esa alegría pasajera. Nunca la veré en sus horas que consideran más decisivas o cotidianas. Su mente estará ocupada en los quehaceres o en sus próximos descansos (irse a una tierra lejana empieza desde imaginarlo).
Podrían responderme que busco vivir en un País de Nunca Jamás y me recluyo en la inmadurez para no enfrentar los asuntos graves de la vida. En realidad, ellos son los que viven en el País de Nunca Jamás: donde hay los mismos rincones, donde jamás crece nada y el cielo, con su estatismo, oculta lo que hay más allá. Me causa tristeza que muchos de esos hombres, cuyas osadías dieron un interés a mi adolescencia, no sólo se regocijen en su estrechez, sino que aborrezcan cualquier otra diferencia o insignificancia. Me causa tristeza que aquellos estudiantes, con ardor propio de la juventud, hayan emprendido proyectos por sí mismos, inesperados y hasta ridículos, y ahora ofrezcan conferencias publicitarias o hayan conseguido el american dream, bajo la ilusión de ser parte de un cambio social dentro de una embajada. Las ridiculeces fueron sólo exigencias caprichosas de atención. Me causa tristeza que esa discrepancia, la cual rayaba peligrosamente con la belicosidad, los haya empujado a renunciar al mundo, física y simbólicamente. Me causa tristeza que el tedio y la arrogancia se disfracen de triunfo o autorrealización. Se me podrá acusar también de sufrir complejo de inferioridad y buscar excusas para evadirlo. Mi creencia de que hay más dignidad en inquirir en los fracasos que exaltarlos, sería otra excusa. Al menos espero que mi mediocridad sea premiada, así como sucedió con ese profesor humilde del que cuenta Torri.
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