Vanidad moral

Entre muchas de las distinciones que hace Dostoievski, hay una que me parece muy importante para el momento actual, ésta es la del cinismo superficial y el cinismo verdadero, interno, depravado. La cuestión la pone en juego el autor de Los hermanos Karamazov cuando habla de las costumbres pueriles de los colegiales de diez y once años, quienes para divertirse azotan al pobre de Aliosha con palabras sobre el asunto de las mujeres, palabras que ni los soldados pronuncian ni saben de qué se trata. La reflexión, como en muchos otros casos, me vino después de cuatro o cinco veces de haber leído el libro completo, pero he de advertir que sólo como una tenue luz.

Pensé que existe un mal verdadero y otro que es falso. Pero como el propio ruso nos advierte, hay una falsedad que usamos para divertirnos, como las comedias, por ejemplo. En cambio, llamaría cinismo exterior al que busca un reconocimiento como sólo lo hacen los adolescentes. Pavonearse de experiencia sexual o de gandul, parece que sólo tiene el propósito de construir un mito en torno nuestro, pues de qué otro modo se entienden los adolescentes si no es como rebeldes ante el mundo. En todo caso, ninguno de estos dos males hace daño, pues muy en el fondo se sabe que es mentira. Anima a ciertas cosas, pero su influencia es limitada. El problema es, obviamente, cuando el cinismo está ya arraigado en el ser, hacer, pensar y sentir de las personas. Es decir, cuando el cinismo pasa de ser un asunto de bravuconada juvenil, a un desarraigamiento de toda posible cordialidad (como en Fiodor), de una posible esperanza en el bien (como Iván) o posible remordimiento (como Smerdiakov). El cinismo pueril como el de Krasotkin puede llegar hasta la intolerable falsedad de Smerdiakov, el suicidio.

Pensé también que hay un bien verdadero y otro superficial. Éste último me parece que comparte los mismos fines que el cinismo pueril. Ambos buscan la aceptación de los más, a parte de que sólo son aceptados por las personas que se dejan impresionar fácilmente como la señora Jojlakova quien dice que no puede amar al prójimo “si es que a cambio no recibe -ella misma- el amor que da”, pues le gusta sentirse deseada por el amor que expresaría a los leprosos. Lo tenue de su cinismo nos lleva a reír y pensar que nos parecemos un poco a ella. Apoyamos una causa no tanto por haberla pensado y repensado, sino sólo para recibir elogios y flores por nuestra disposición altruista de quines consideramos dignos. Esto último no nos empuja a ser cínicos y decir: ¿Qué más da?, sino a repensar aquello que creemos y por qué accedemos a apoyar o denigrar algún asunto ya sea de fe, político, científico o artístico.

Todo esto lo pensé porque me sorprendí una ligera risa ante el asunto de las faldas escolares. Me dije, me río, pero apoyo la causa, sólo fue la sorpresa del momento, sin embargo, considero que hombre no deja de ser quien es mutilado de alguna extremidad, tanto como el que ha nacido débil en alguna cuestión mental, ni mucho menos quien quiera vestirse con faldas siendo varón. Su dignidad reside en algo distinto, aunque aún no pueda decir bien en qué, quizá en la posibilidad de amar y ser amado. Quizá en la libertad que gozan los hombres que se encuentran sin vanidad ni temores al rechazo y pueden hablar entre ellos como iguales, como amigos.

Javel