El otoño enajenado

A Námaste Heptákis, cuyos miedos me aterran.

Entre hojas del otoño enajenado me pregunto si aún estará viva en algún lugar la filosofía. Si un retoño escondido entre la hojarasca parda piensa y habla todavía. Como las generaciones del follaje, así son las de los hombres, le dice el Glauco homérico a Diómedes. ¿Y qué si acertó? Los orgullosos prefieren pensar que estamos hoy «parados sobre los hombros de gigantes». Pretenden deslizar desapercibido el alarde: quienes llegan a esos hombros algo han de tener de escaladores. Pero se antoja triste imagen cuando quienes miran más arriba son cada vez más pequeños. «Lo peor midiendo lo mejor», dice uno de ésos que es mejor que yo. Y si son árboles estos gigantes, con sus troncos secos y viejos, si han perdido ya la fronda, me pregunto si no habrán caído hace tiempo y hemos desconocido a porfía a quienes estuvieron alarmados por el estruendo del desplome. Me pregunto si no estaremos más bien con la frente en tierra seca, hundida la vista en la hojarasca del otoño enajenado, cubiertos por generaciones tras generaciones de hombres, tronando como hojas castañas. ¿Qué nombre pesará más que otro cuando vengan las nevadas? Ninguno. Nadie. El nombre de las cosas, tal vez, que no el nombre de nadie. Y estas cosas me digo y me pregunto entre la desconfianza, el desengaño, el miedo a perder la maravilla y el temor a la caducidad de los días. Yo temo al cetro de los reyes, el que blande Agamemnón, arrancado de un árbol montañés, tallado, adornado, y administrándolo todo desde lo más alto. No le temo a su poder, bajo el cual el diálogo marchita; sino a su yermo en el que no podemos darnos, del que «nunca más nacerá hoja ni rama alguna, ni reverdecerá de vida».