Vuelta traslúcida
Nuestro tiempo se avoca a la marcha del progreso bajo la fe de que le democracia es el régimen más adecuado para la satisfacción humana. Es claro que si uno quisiera preguntarse por la solidez de tal esperanza tendría que indagar al menos en la idea que nos hemos formado de nosotros mismos y de los otros. La claridad que aduzco no es un invento: si uno está convencido de que algo le conviene, tiene una noción, oscura, ciertamente, de qué es uno mismo. Pero la pregunta más relevante no solemos hacerla, a pesar de que esté supuesta en estas afirmaciones hechas con presteza. ¿Puede uno preguntar por algo tan evidente como el ser propio? La evidencia no es lo mismo que la reiteración. Uno cree tener la medida que unifica el movimiento. La prueba de que la lógica es limitada estriba en que no alcanza a explicar plenamente la relación que es uno mismo en tanto palabra. Pero entonces, ¿no será necesario concluir que en el ámbito de las convicciones públicas todo está condenado a la falsedad? ¿No la pregunta complicada requiere ser escuchada para ser considerada, después de haber sido adelantada una respuestas atropellada?
La interpretación más recurrente de la filosofía política se atiene a señalar la relación entre el régimen propuesto y el carácter del hombre que dicha propuesta defiende. El régimen aristocrático está presentado como una comunidad en la que, precisamente, todo es absolutamente común. ¿Será la pedagogía del erótico en torno a lo justo un medio para guiar a Eros dentro de lo público? ¿Por qué es lo justo lo que determina a esa guía? A la mitad de la República está la idea que hoy en día poco se distinguiría de la tiranía. El filósofo tiene que ser rey para que haya justicia en serio. Lo que suena a subordinación ante la voluntad de uno solo tiene mucho de complejidad: ¿será tiranía la que ejerce el sabio? Por otro lado, ¿no será una radical injusticia la obligación del filósofo? El problema se puede volver más complejo mediante términos muy sencillos: lo que para un demócrata actual suena a injustificada soberbia, termina siendo para un fanático una mala lectura. Lo importante de dicho diálogo acaso no sea la proposición de que gobierne el que sabe, lo cual parece una opinión más o menos admitida entre quienes razonan con algo de detenimiento. ¿No será más importante el hecho de que el filósofo sólo será soberbio si no tiene Eros, ante lo cual dejaría de ser filósofo? No puede Eros divinizar, porque entonces no tiene sentido preguntar qué se es: ya se sabe.
¿Será lo público el lugar donde lo que se medita a solas debe ser expuesto? La misma pregunta ostenta un problema: la sugerencia del deber. No sabemos plantear el beneficio posible en otros términos. No es claro que el deber sea lo mismo que el conocimiento. Por ese paso el camino es más oscuro: es extraño que, al parecer, lo bueno sólo se conoce mediante la primicia de que es uno inicialmente un desconocido para sí mismo. No es claro tampoco que esa observación conlleve a la reclusión silenciosa; ¿qué sería de la palabra? El beneficio público es posible sin la necesidad de imperativos, y sin que haya que emprender la huida. El problema parece apuntar a que el autoconocimiento, al residir en una actividad, en un modo de vivir, es también reconocimiento del bien del otro. Eso no determina un énfasis en la publicidad del filósofo, que esa nunca es vista propiamente, sino una publicidad posible de lo bueno, en el mejor sentido posible de la palabra.
Tacitus