La soledad posmoderna

 

La soledad posmoderna

 

pensando que no es verdad

un caballito soñado

Sin fe, filosofía o locura, la soledad sólo es desarraigo. En el pasado, cuando los hombres creían en Dios, la soledad era un accidente material: ningún ente estaba tan desencajado como para carecer de un lugar en el orden divino. Si Dios nos ama, podía decir el hombre de fe, al menos sé que mi existencia no es plenamente indiferente… al menos hay alguien. ¡Y no se diga del cristiano, que siempre tiene un prójimo! Cuando los hombres creían en Dios, la soledad era un desajuste del juicio. Los locos sólo están solos para los cuerdos; el problema no es su soledad, sino la accesibilidad a ellos. ¡Al contrario! ¡Al contrario, amigos míos! ¡Hablemos de manera popular! Los locos ya no nos son inaccesibles, pues los sabemos demasiado: ninguna soledad puede resistir al diagnóstico psicológico. Hubo locura mientras el hombre pudo ser misterio; ahora todo es administración. La soledad, para nuestros días, es una mediación errónea. ¿La soledad es el nuevo interfaz de las interacciones?

         Vine a pensar sobre la soledad tras leer Donde me encuentro [Lumen, 2019] de Jhumpa Lahiri [1967]. La promoción inicial de la novela la presenta como un logro, como la superación de un desafío literario, pues se considera más que extravagante la ocasión de una londinense de padres bengalíes que creció en Estados Unidos y escribió una novela en italiano… Sí, a mí también me maravilló la banalidad de la crítica; casi me sonrojo. Añade la promoción de la novela que la autora escribe en un idioma ajeno, en un país distinto del propio, sobre el desarraigo y la experiencia de la soledad. Eso dice la crítica, no una agencia de viajes. Que la novela se promocione como testimonial globalizador en la era de las discordias es, con perdón, mera propaganda. Si la nueva novela de Lahiri es valiosa, deberá serlo por lo literario. Que la propaganda ilustrada se desgaste sola.

         Donde me encuentro narra la historia de una mujer que tiene por profesión a la soledad. Profesa a la soledad sentimientos encontrados. Profesa su soledad libremente. Profesa en la soledad a cada instante. Profesa en su soledad con cada acto. Y profesa la soledad con sus palabras. Porque la novela es la presentación del discurso interior de la solitaria. No se trata de un narrador omnisciente presentando la vida de una mujer solitaria, sino del discurso interno de la mujer solitaria que busca hilar su propia vida. Quizás el logro literario de Lahiri sea la conformación de ese discurso interno. Se requiere explicación.

         Si la autora hubiese elegido la presentación de sí misma como personaje, el discurso interno de la novela sería continuo, pues el lector acudiría a las páginas para testimoniar lo que pasa ante los ojos del personaje. Si se sostiene, en cambio, la identidad de la autora y el personaje, y se considera la presentación fragmentaria del discurso interno, tendría que concluirse que la obra no fue bien lograda, que no es un producto literario. A mi juicio, Jhumpa Lahiri compone la vida de su personaje solitario y muestra mediante el discurso fragmentario la especificidad de la soledad. Porque solo el solitario de nuestros días tiene un fragmentario discurso interno. Véase: el logro literario de Lahiri es mostrar la imposibilidad de lo continuo en las palabras de los solitarios posmodernos. ¡Hemos inventado la discreción!

         Considero que esa es la perspectiva desde la que se ha de leer la novela, porque los límites del discurso interno a cada momento lo muestran. Por un lado, ninguno de los personajes que aparecen en el discurso es visto por sí mismo, sino que a nuestros ojos sólo son accesibles por las palabras de la solitaria. Por otro lado, toda la acción aparente en la obra se presenta interpretada por el discurso de la solitaria. Para el solitario posmoderno los otros y las cosas son situaciones a su disposición, el tejido artificial de la vida que dispone distancias y cercanías, calcula posibilidades y riesgos, y administra inevitablemente a ciegas. Los otros, para nuestros solitarios, nunca irrumpen en nuestro mundo, sólo están ahí para mediar oportunidades. El lector de Donde me encuentro presencia la experiencia fragmentaria de la soledad.

         Evidentemente, para que la soledad sea una experiencia fragmentaria es necesario que las condiciones de las otras soledades sean canceladas. En la novela no hay Dios, tampoco locura, ni siquiera aparece la conciencia histórica moderna. No se trata de Agustín, Dostoievski o Proust. No hay Dios: la acción sólo es resolución. No hay locura: todas las pasiones son ciegas. No hay conciencia: el tiempo es la ilusión planificable. Ahí donde el tiempo es un plan relativo, toda palabra es retórica: la experiencia regular de todos los emplazados en las redes sociales. Ahí donde todas las pasiones son ciegas, el amor nunca podría iluminarnos: la experiencia de quien se jacta por su administración para el amor, por hacer de sí mismo un dispositivo. Ahí donde la resolución es merma de la vida, toda interacción es mecánica: la solitaria de la novela se comprende “llamada” por la curiosidad igual que un cánido al que saca a pasear; el deseo se reduce al mecanismo interno de una naturaleza imbécil. Si el solitario posmoderno no puede ser ni para sí ni para otro, si no tiene experiencia ni de lo público ni de lo privado, si es un solo plano incognoscible, si sólo es reacción, ¿quién es? Octavio Paz nos muestra claramente la respuesta:

Todo está oscuro y sin salida,

y doy vueltas y vueltas en esquinas

que dan siempre a la calle

donde nadie me espera ni me sigue,

donde yo sigo a un hombre que tropieza

y se levanta y dice al verme: nadie.

 

El solitario posmoderno, sin Dios, sin amor y sin historia, lleva una existencia fragmentaria que sólo la obsesiva reunión en el monólogo logra fingir como vida. ¿Para qué, sin ser suicida, leer una novela así? Precisamente creo que eso es lo más difícil de captar en la nueva novela de Jhumpa Lahiri, pues la respuesta aparece en el filo de los fragmentos, en la presentación de nuestra condición. ¿O acaso no nos vamos volviendo cada día más inaccesibles? ¿Acaso nuestros cuerdos no se identifican por su superficialidad? ¿No es nuestra existencia, afirmación de la diferencia, a cada momento más fragmentaria? Donde me encuentro no es el drama multicultural del desarraigo, sino la comedia del arraigo —la solitaria ríe una sola vez. ¿No habéis visto, mis amigos, que ya no tenemos lugar?

         Quizá los optimistas y los perspicaces desconfíen de mi diagnosis; está bien, sean inaccesibles. Si de los optimistas se trata, seguro verán buena noticia en la falta de lugar: los utopistas aspiran a grandes cosas. Pero si acaso no se ha percatado de su soledad el optimista, la novela lo puede ayudar (véase a la madre de la solitaria, por ejemplo). Los perspicaces se habrán dado cuenta que desde la segunda línea dejé de lado a la filosofía. Bien, muchachos, ya están aprendiendo a leer. En la novela aparece un filósofo. Extrañamente, la solitaria sólo sabe de sí en presencia del filósofo y su solo recuerdo la conforta. Mas cuando cree que ahí podría haber camino, cae en cuenta de que ya es demasiado tarde. Quizá la soledad posmoderna es carente de valentía para hacer frente a lo que uno es; administrar la propia vida con eficiencia no requiere esfuerzo, sólo método. Ante esto, no tengan miedo, perseveren en su perspicacia. “No me había dado cuenta para nada”, concluye el episodio. ¿Acaso nos habíamos dado cuenta de nuestra condición? ¿Cómo saber si no es ya demasiado tarde? Creyendo a la vida un plazo, el solitario posmoderno ha perdido la valentía de amar.

Námaste Heptákis

 

Coletilla. Lo habré visto en vivo alrededor de cincuenta peleas. En ninguna lo vi desanimado. En ninguna vi que sólo subiera al ring a cumplir. En ninguna vi que se rindiera (derrotado sí, pero no vi que le sacaran la rendición). No escuché que lo abuchearan. Se ganó al público con su gran carisma. Se ganó al aficionado con su indudable entrega. Y las veces que pude platicar con él reconocí lo que ha de ser un luchador. Dicen que no es bueno conocer al ídolo de la infancia porque uno termina decepcionado. A mí, en cambio, conocerlo me confirmó mi admiración. Descanse en paz el más grande, el Perro Aguayo.