Dialogar es un arte que se ha estado perdiendo entre las soledades de las redes de hablantes, ahora repletas de no muy apetitosos anzuelos. Para dialogar es necesario escuchar y ser escuchado, entender al otro y ser entendido, además de tener un asunto que haga que valga la pena el diálogo ya que en el tiempo y en la atención que éste se toma se va el ser en juego. Y es que mucho se juega porque los dialogantes nunca salen del juego conversatorio siendo los mismos. Quizá por ello es que escapamos lo más posible de lo que implica dialogar, porque ni siquiera sabemos quienes somos y porque menos estamos dispuestos a verlo, en especial cuando a partir del diálogo se aprecia la carencia de verdad en el modo de vida que sostenemos.
Dialogar es un arte que requiere del hábito de los dialogantes para el encuentro, mismo que no se centra en llegar siempre al mismo lugar y hora sino en la disposición para escuchar y para atender lo que está en juego. Hay conversaciones que se retoman después de años del primer encuentro y mantienen viva la esperanza depositada en la palabra que se dice, que se escucha y que se piensa con detenimiento.
Pero el diálogo no sólo muestra falsedades en los modos de vida, ya que al cambiar en algo el alma de los que en él participan, edifica con más fuerza hábitos sustentados en verdades.
La destructora del hombre como ser pensante es la mera palabrería, esa que ni ve ni escucha a quien pretende conversar y cuestionar sobre algo que podría ser importante, porque de tanto escucharse a sí mismo, el que palabrea cansa a los posibles dialogantes y se aísla en su discurso dejando poco a poco de ser dialogante.
Dialogar es un hábito que se ejercita todo el tiempo y que al dejar de ejercitarse hace que el palabrero se imponga y se pierda en la costumbre de escucharse.
Maigo
Inocente preguntilla: ¿Qué tanta esperanza puede quedar a los ciudadanos cuando viven bajo un régimen que confunde la apertura a la conversación con la exhibición contante de un discurso repetitivo?