La defensa de un régimen totalitario siempre está formada, en su mayoría, por quienes no lo reconocen como tal. Harían bien en aprenderlo; pero ¿cómo podrían? «No puede ser –dirán–, un régimen no es una fuerza de la naturaleza. No es una ocurrencia arbitraria. No es una imposición de los dioses. Un régimen se forma con decisiones, con gente que hace las cosas con cierta voluntad y cierto propósito. No puede ser que no lo reconozca uno que lo proclama, menos uno que lo defiende». Por supuesto. Y sin embargo, el totalitario es un régimen que depende del desconocimiento. Siempre hay un círculo interno que orbita al poder, donde están quienes no cabe esperar que pudieran desentenderse. O eso supondría uno. Pero la realidad es que éstos no hacen mayor diferencia por sí mismos, porque una ciudadela no puede sostenerse por mucho tiempo sola. No puede guarecerlos a todos ni repeler una fuerza constante. Contra un verdadero embiste necesita una muralla exterior. Los que se engañan son ladrillo y mortero del totalitarismo, parapeto y almena, baluartes y torres de vigilancia. Estas últimas, importantísimas: el régimen totalitario depende de sus vigías. Vigías desentendidos de lo que vigilan, protectores ignorantes de lo que protegen, no se dan cuenta de dónde viene la verdadera amenaza. Desde las saeteras atacan a la razón. El régimen totalitario borra las memorias y envenena el reconocimiento: vive del olvido de sus guardas, que lo seguirán siendo mientras no se reconozcan a sí mismos. Es por eso que conviene al régimen totalitario hacer caricaturas de la censura y del diálogo, para que los inquisidores desconozcan lo que hacen y siga fresca su defensa: «¿yo?, yo no censuro nada. Que me alegre que esas voces disidentes se hayan callado (y todos sabemos que se lo merecían), es otra cosa».
La caricatura de la censura la exhibe vistiendo de traje tan agresivo, tan belicoso, que ninguna intromisión sin pólvora pueda tomarse por censura en ocasión alguna. La historia que cuenta cómo otros ejercieron la censura, en otros tiempos más salvajes, ahora se llena de monstruos, de acciones tan extremas que no quepan en nuestro mundo. El nuestro ha sido vacunado contra el virus de la salvajía y ya nos sabemos inmunes. Una baja sorpresiva en una estación de radio, una tropelía contra la publicación de la opinión, un comentario a foro abierto que cancele una investigación con evidencias sólidas, una amenaza de muerte a domicilio… ninguna de estas cosas llega marchando con botas militares, en operativo con redadas y helicópteros, armada con ametralladora. «Esto no es censura», concluye el vigía. «La sed de sangre del totalitarismo es insaciable. La mía, en cambio, se sacia cada tanto con uno que otro golpe de justicia debidamente asestado».
La caricatura del diálogo simula que la multiplicidad de la voz es fuego. Finge que no sufrimos hambre por su carencia, sino que al contrario es por su presencia que se nos acabaron ya los bosques, se erosionaron las llanuras y los campos se volvieron infértiles. Por culpa de tantas palabras, reza la caricatura, es que ahora nos odiamos. Es su culpa que vivamos como bárbaros. No nos odiábamos antes, todos éramos jubilosos y nuestro prójimo era sagrado para nosotros; desde que permitimos este diálogo, en cambio, se ha consumido nuestra hacienda: ya no queda nada más que brasas y cenizas. Hace falta más silencio, menos ideas desencaminadas, menos broza. Cuando logra su cometido la campaña, el nombre ya le queda mal: no merece llamarse diálogo, más bien hay que llamar vituperio, calumnia y difamación a este incendio. «Esto es demasiado», concluye el vigía. «Este tipo de trato nos hizo mucho daño. Sólo el totalitarismo le entrega a las palabras la verdad. Yo, en cambio, prefiero quedarme con la mía y que nadie me la quite».
Orgullosos se entregan al tirano mientras éste pregone democracia. Y defienden entonces al régimen totalitario sus más fieros enemigos. O los que dicen serlo, por lo menos, bajo patrio juramento. Pues son los que se engañan quienes miran hacia afuera y confunden con la marcha de un ejército adversario el espejismo del desierto, o tal vez más que espejismo valdría decir, espejo.