Lugar perdido
Unos aprenden a fingir
que son felices,
otros que son profundos.
Fabio Morábito
«Otros ocuparán los sitios, pero los lugares nunca serán los mismos», me dije a mí mismo. Frente a mí estaba la mesa a la que solíamos sentarnos. Otros dos eran quienes ahí compartían. Muy distinto era lo que ahí se compartía. Mientras frente a mí el dispositivo emplazaba a que compartiesen “memes”, en mi memoria recordaba que en su dispositivo pude conocer a Andreas Ottensamer. Era 2015 y emocionado me compartió su “descubrimiento” de Brahms. Sentados a la mesa de aquel café y escuchando a Brahms, yo le compartí la anécdota de Helguera y Ruvalcaba escuchando a Brahms en la apartada mesa de una cantina: los lugares nunca serán los mismos. Aquella mañana yo descubrí a un clarinetista, él se interesó por un escritor más. Quizá no fue el escritor cuya lectura más compartimos. Creo que sólo con él compartí mi escena favorita de Luis González de Alba (cuya interpretación se encuentra en mi póstumo Un arcángel de frío). Y lo creo porque inspirado en dicha escena escribió su mejor relato. El cuento que a nadie quiso mostrar, a excepción mía, desarrolla lo que tanto me maravilla de aquella escena: la sinestesia enamorada. Fue en la misma mesa del mismo café donde le leí el párrafo de la novela. Fue en la misma mesa del mismo café donde conversamos emocionados sobre la sinestesia chopiniana creada por el escritor potosino. Fue en la misma mesa del mismo café donde me dejó leer su inédito relato. En esa misma mesa, frente a mí, la pareja presume en la profunda intimidad de sus conciencias las características tecnológicas del dispositivo y concluye la necesidad ontológica de comprar un modelo más reciente. Los lugares nunca serán los mismos, aunque los sitios se repitan siempre. Podrá cualquiera pasar el tiempo con quien le hace soportable la vida, aunque eso nunca la embellezca. Cualquiera puede distraerse con la compañía idiota; sólo unos cuantos pueden vivir en la compañía feliz. Casi nadie es una compañía insuperable; pocas son las almas que se encuentran. En esa misma mesa en que de música, sentimientos y libros platicábamos, ahora se diserta sobre la profunda sociología de una serie de moda. Un solitario mira a los disertantes, apenas los oye, pues tiene la mente en otro lado. El solitario sopesa un extraño sentimiento: qué difícil para un profesor sepultar a un antiguo estudiante. ¿No sería mejor que el profesor siempre muriese primero? ¿No sería mejor que ni la enfermedad ni la estupidez mataran las esperanzas de un docente? La última vez que nos vimos, platicando en esa misma mesa, me confió su enfermedad. La noticia carcomió mi ánimo como el cáncer su salud. Nuestra conversación se apagaría inevitablemente, e incluso terminaría antes que su vida: no quería que nos viésemos cuando el tumor le impidiese hablar; ¡tanto respetó la palabra! En marzo pasado, cuando nuevamente Ottensamer nos dio a conocer una versión de Brahms, me pregunté insistentemente si él todavía la escucharía; sabía ya que no compartiría con nadie mis impresiones. Blue Hour se intitula el nuevo disco, ¡quién lo diría! Hasta hace tres semanas, Carlos fue mi fiel lector. Hasta el año pasado era la promesa de una plática placentera, cuidadosa, cariñosa. Desde el final de la primera clase que di en bachillerato comenzó nuestro diálogo. Cuando bajaban el féretro y no había nadie con quien dialogar, hubiese querido al menos recordar a Brahms. Ahora me duele escucharlo. Los lugares nunca serán los mismos… y el silencio crece.
Námaste Heptákis
Coletilla. “La sabiduría del prudente asegura su camino, al necio le descarría su propia necedad”. Proverbios 14:8