Hera, no temas que ningún dios u hombre pueda ver nada,
pues yo te encubriré con una nube de oro,
y ni siquiera Helios podría vernos a través de ella,
ni aunque mire con la más aguda luz de todas las que ha habido.
Ilíada, XIV, vv. 342-345
Al retirarse el fuego diurno por la noche, se le separa el fuego congénito;
entonces al proyectarse de los ojos, cae sobre algo que no le es semejante,
cambia él mismo y se extingue, pues se volvió desemejante el aire que
lo rodea, que ya no tiene fuego. Le impide ser visión y lo lleva a volverse sueño.
Timeo, 45d
Tarde. Noté tarde que el mesero había observado el estado de mi té durante su última ronda a las mesas. Lo noté no en el ojo, sino en la memoria. Como cuando alguien dice algo pero no se le escucha bien; y justo después el ritmo se repite, la voz resuena en el tímpano y, ¡sorpresa!, aparece el sentido. Se escucha bien después de haber oído. Ya estaba ahí lo dicho, pero había que descubrirlo. Probablemente ya estaba ahí incluso antes de ser pronunciado. ¿Y si es así todo lo que escuchamos? ¿Todo lo que vemos? Creía que conocía una obra de Calderón de la Barca que me gustaba mucho, que he leído varias veces. Y ahora que mal recordaba las palabras agudas de cierto personaje, me sonaban como si nunca les hubiera puesto atención: «¿qué haremos, a pie, solos, perdidos y a esta hora en un desierto monte, cuando se parte el sol a otro horizonte?». Damos a las estrellas el dudoso honor de ser el retrato de otros tiempos, de ser para nosotros luz llegando desde lejos, del pasado. Y por supuesto, de que ahora mismo son un misterio encerrado por miles de años en la bóveda negra del cielo. Quien quiera mirarlas tal como brillan hoy tendría que pagar el precio en años, tantos como no ha guardado juntos ningún pueblo nunca. Tal vez no son únicas en esto las estrellas, quizá así son también nuestras voces. Otra cosa ya que suenan. Otra cosa ya que se escuchan. Como la mirada del mesero que pasó queriendo ver si había tocado ya mi té. Pero no, ya era tarde. Quise tomarlo ya que se había enfriado. Así encontré el vestido sobre la cama de nuestra habitación: tela fría, ya perdidos el calor y la figura. Sin tensión. Sin la risa que suscitaban las puntas de mis dedos. ¿Sabía entonces qué eran? Y en mi memoria encontré también pronunciadas las palabras que tantas veces oí, pero que ahora entiendo. Muy tarde.