Buscamos maestros que inspiren. ¿Para qué? Al hacer la pregunta, reconocemos el problema en nuestro ideal o al menos lo arduo de la búsqueda. De antemano debemos saber que la dificultad en responderla no es la misma a la dificultad en hallar al maestro susodicho. O tal vez la dificultad en responderla descubre la imposibilidad de encontrar un maestro que logre inspirar a sus aprendices. Frecuentemente se dice que el buen maestro no es el que transmite perfectamente los conocimientos o eleva el desempeño del estudiante en el colegio. Ambas tareas el docente debe cumplirlas, lograr que el estudiante se gradúe, pero ellas son únicamente lo básico en su quehacer. El docente tradicional era quien educaba en ese mínimo sentido. Dado el fracaso de las generaciones, asumimos que esa vía no ha funcionado. Los graduados se mantienen ignorantes, una posición asumida plácidamente, y sufrimos impaciencia al no cumplir con las metas del progreso.
Se les pide a los educadores que cultiven habilidades útiles allende al conocimiento adquirido. No sólo basta saber multiplicar, escribir la palabra con el acento correcto o saber el funcionamiento de los sistemas y aparatos humanos. Saberlo desemboca en adquirir agilidad para hacer las cuentas complicadas, redactar documentos claros en su comunicación o estar en alerta para una emergencia médica. Bajo la visión de la técnica, el problema de la ignorancia se resuelve con cierta sencillez. Sabemos que hay una intercomunicación fluida entre mente y realidad cuando el conocimiento se concreta en actividades. El hábil es el útil, para llegar a serlo su punto de partida es el conocimiento. El educador no debe infundir datos, su quehacer no se agota en evaluarlo y confiar que le serán de importancia. Ir más allá significa enseñarle en qué puede aplicar lo aprendido. El conocimiento vivo es el que mantiene al estudiante en producción. El buen maestro inspira a su estudiante a pertenecer a un mundo activo, el cual le estará exigiendo hallarse a la altura de las necesidades. Enseñarle tradicionalmente al alumno es mentirle desde un inicio; lo desencajaría del mundo.
También se le pide al educador que sepa motivar las emociones adecuadas. No sólo hay que cultivarlo en las habilidades del aprendizaje, sino hacerlo hábil emocionalmente. Se exagera la asertividad para que reemplace el rango expresivo. Aún no es posible la programación neuroemocional, por ello el educador debe suscitar las emociones adecuadas a la producción intelectual. Debe auxiliarlo en la lid. La oscuridad está en la manera en lograr, cuando menos, esa tarea. Suponen muchos que las emociones del educador inspirarán las emociones del aprendiz, que si el primero se comporta de algún modo, sus estudiantes buscarán replicarlo. Asimismo el ambiente generado contribuirá a la asertividad y seguridad. Ambiente anímico, espacial, con las herramientas necesarias; cómodo, positivo, delineado por una estructura pedagógica. Todo arreglado para que no haya un corto circuito que acabe por incendiar la habitación.
Clásicamente la inspiración era un llamado de las musas. El afortunado escuchaba lo que le decían y producía una obra excelente. Era tan maravillosa que resistía los embates del tiempo (Canta, oh musa, la cólera del pélida Aquiles…). Al ser tan extraordinaria, parecía casi imposible ponerla en existencia. Dado que no sabemos el capricho de las musas y no podemos esperar, se le pide al maestro que, mediante su actitud y raciocinio, reemplace el dote divino. Si las musas no favorecen al hombre, éste puede arreglársela prescindiendo de ellas. Aunque esto implique que sus obras sean perecederas y carentes de cualquier maravilla. Sin proezas que merezcan la Isla de los Bienaventurados, quedan los éxitos que merezcan la jubilación.
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