La voz parca

La voz parca

¿No es también desconfianza en la palabra el no examinarse? ¿Por qué la segunda navegación socrática no era empresa reconciliable con el intelecto de Anaxágoras? ¿Es bello el ordenamiento del cosmos o también puede lo bello inundar la percepción de lo humano? Quisiera detenerme ahí, pues sería demasiada presunción en mi caso creer que lo bello es algo seguro. Creo más bien que el deseo de lo seguro produce ingratitud, se alimenta de la ceguera ante la imposibilidad de que el alma exista en su insondable actividad, de que ame. Negación del alma, no sólo de las tipologías sentimentales, que esas también nos aseguran el color público de las inclinaciones, es el apelmazamiento del deseo ante la gracia inaudita de la vida, de nuestra vida como animales que hablan deseando. Rousseau se imaginaba el surgimiento de las tosquedades del lenguaje por la punzada de la pasión que se revela enardecida en una interjección. Pero, además de la pasión, que para el solitario contemplador termina siendo algo que debe vincularse a la dulzura de la existencia individual, emanada al fin de la fuente natural, ¿no es verdad que las actividades solitarias pueden hallar un calor distinto al de la balsa en medio del río? La imagen de la balsa nos mantiene en el círculo de las navegaciones.

Si es verdad que el calor no proviene de uno mismo, que ni la inteligencia se reduce al talento para algo, a menos que mantengamos al alma alimentada por un solo canal, ¿por qué ocurre que preferimos la ceguera, el sabor de la sangre que derraman las cuencas oculares, como si redujera uno la vida a lo que cree saber, y que uno adereza con su imagen de la fatalidad? Entra uno al yermo, donde el alma apenas puede irrigarse, pero ya no está la palabra ajena. El alma solitaria que no mira el amor sólo resiente su sed. Pero no es el mundo el yermo, es la propia sangre. Apenas mira sus propias palpitaciones, apenas recuerda que es alma. En el mito de Hesíodo, la raza de hierro fenecería al mismo tiempo que lo aidos desapareciera de este mundo. El alma que se vuelve sólo a la elucubración sobre el origen del placer olvida aquello que permite el goce, aquello que hace que le placer exista como humano. ¿No es otra vez el mismo círculo que teje la palabra en uno mismo?

¿Es la intervención de la palabra en el examen propio el origen del engaño? Ni siquiera el estilo de Musil renunció a la seducción por hablar de las profundidades de lo más cercano y lejano. El problema de la moral revela una cara más difícil: el deseo de examinarse no es un anhelo de propiedad, sino un deseo de lo que no muere. La desvergüenza se da ante lo que denigra al amor; y uno no puede denigrar a Eros sin haber cedido al examen de sí. El silencio elegido atrofia la voz. Uno no puede producir lo bello: lo que sí puede permear es la vulgaridad. El silencio ante uno mismo, la momificación del deseo, la curva lenta de la esclavitud. Los ojos pesan, como en un parpadeo remoto, cansado. Entre las sombras, resuena el eco de la imagen propia, y las horas propias naufragan ante la perplejidad de la falta de valor.

 

Tacitus

La brillantez del estudioso

Un mal seis

hiere el amor,

no es un diez,

tal vez mejor.

La costurera

En un reino muy lejano había una anciana costurera, hábil en uso del huso y en el arte de coser muy bien.

 La mujer había pasado muchos años con aguja en mano y su habilidad para unir piezas le había valido el reconocimiento por parte de todos los aldeanos, villanos y hasta de su majestad el rey.

En los esponsales del monarca la costurera confeccionó los trajes para la corte entera, pasó noches sin dormir y días y días trabajando con las telas más exquisitas que jamás se habían visto en la comarca, pero no por eso la costurera dejó que su ánimo se llenara de soberbia.

La hábil artesana que igual cosía trajes lujosos, vestidos para que las doncellas acudieran a misa los domingos y vestidos para quienes hacían trabajos pesados como la búsqueda de tesoros en la mina cercana, pasó años unida al huso, la aguja y la rueca.

Pero un aciago día a su taller llegó un soldado, ella lo saludó pensando en que algo necesitaban desde palacio, pero sin decir palabra el amargo militar tomó el huso, la aguja y la rueca y se las llevó, no sin antes romper un pequeño telar del que se valía a veces la mujer para hacer material para luego confeccionar.

Ella muy sorprendida vio como sus instrumentos eran echados a una hoguera, llorando suplicaba algo de piedad o clemencia, a sus gritos atendió un hidalgo, quien diera un anuncio para la costurera que entre sollozos pedía ayuda.

El mensajero real le dijo al pueblo que por decreto real se prohibía cualquier arte que implicara unir piezas entre sí, principalmente si la unión de las piezas se hacía con algo puntiagudo o de fierro, que la gente buscara otra cosa para trabajar porque desde ahora para salvar una vida algunos se debían sacrificar.

La costurera entendió que su hacer ya no era bienvenido, porque sus agujas y materiales tenían puntas, lo mismo entendió el zapatero, los mineros y hasta el herrero, que tardó en salir de su asombro cuando le dijeron el decreto.

Los únicos que de momento sintieron alivio y gozo fueron los campesinos, pues pensaron que en su haber no debían unir piezas de nada y que el decreto real en nada los afectaba, algunos de cortas miras en sus adentros al rey felicitaban.

Pasó el tiempo y la protagonista de esta historia se fue con sus pasos lentos y cansados a buscar suerte en otro reino, pero llegó a un lugar en donde ya no se preocupaban de la ropa, porque el rey había decidido ser austero a causa de una estafa que lo mandó a desfilar en cueros.

La anciana decidió seguir por otros lados en busca de algún sustento, pero no lo encontraba, aunque algunos de sus compañeros artesanos ya habían encontrado acomodo en otras villas o pueblos.

Se enteró de momento que siete de los mineros se convirtieron en niñeras de pequeños muy traviesos, su negocio era más o menos próspero y mejoró a causa de una ayudante que llegó huyendo de una suerte similar a la que corrieron ellos en el anterior reino.

Uno de los zapateros encontró acomodo en un pequeño taller, más como vendedor que como artesano, y es que los dueños trabajaban bien, pero no alcanzaban a ver siempre al cliente indicado.

Por lo que toca al herrero quien saliera del pueblo de las artes prohibidas, éste se fue junto con el carpintero y ambos dedicaron su trabajo y esfuerzos a laborar en distintos pueblos lo más alejado posible del que fuera su terreno.

La costurera, rendida por no encontrar empleo o acomodo, se regresó a lo que fuera su casa, vio las ruinas de su taller y se resignó a la pérdida que por decreto del rey había llegado a su vida.

Ella en ocasiones pensaba y se revolvía sobre la causa de su desgracia y a veces veía cómo es que el decreto real a todos afectaba, también a los campesinos, quienes con el paso del tiempo sin herramientas trabajaban, pues en el reino ya no había herreros o carpinteros que les ayudaran.

El pueblo bueno veía cómo es que su vida cambiaba y mientras su suerte maldecía lejanas noticias del castillo saltaban:

“A pesar del decreto por el cual el rey la vida de su hija salvaba, sus esfuerzos inútiles se tornaban, la esperanza del rey y de descendencia que tras él gobernara, caía en el profundo sueño al que ya estaba destinada”

La costurera entendió las razones del decreto que de su taller la echaron hacía más de quince años, y vencida por el cansancio y el hambre cayó en un sueño del que hasta ahora no se ha despertado, pero vio con sus propios ojos cuando se pretende escapar mediante decretos a lo que ya se está destinado.

Maigo.

Inocente preguntilla: ¿Cuánta fuerza retórica tiene la frase «no es por presumir»?

Dulces sueños

Constantemente me sorprendo pensando que haya quienes duermen escuchando balas. No me refiero a canciones con detonaciones que puedan arrullar a las personas, estoy pensando en quienes escuchan a cada rato las detonaciones de dos grupos en pugna como si estuvieran a un metro de ellos y aun así logran soñar. ¿Qué nivel de concentración o de indiferencia han logrado conquistar?, ¿en qué clase de valentía o de resignación han ido a dar? Supongo que es parecido a acostumbrarse al ruido; sólo cuando hay silencio se nota; se puede caminar mientras cientos de voces se mezclan y los autos gritan su prisa. Pero, a diferencia del ruido citadino (que no deja de ser una lenta y cotidiana tortura) las balas pueden matar. Tan sólo una bala podría penetrar por una ventana, inclusive una pared (dependiendo el calibre), y terminar tajantemente con la vida de alguien mientras sueña; una persona, que vive en una populosa y peligrosa colonia, me aseguró que escuchó una bala rebotar al menos ocho veces en su cuarto y salir sin lastimar a nadie dentro del cuarto. ¿Pero qué se puede hacer ante ello?, ¿conviene protestar, exigir seguridad, protegerse con paredes más gruesas, vidrios blindados y pijamas anti balas? o, dadas las complicaciones y lo costoso de un equipo semejante, ¿lo mejor es no preocuparse por ello para poder dormir mejor?, ¿a qué clase de vida se puede aspirar cuando en cualquier momento, sin prepararse para ello, sin que haya posibilidad de arreglar asuntos pendientes, la vida se pierde en un sueño? No se puede vivir bien sin sueños.

Yaddir

Madeja

Caminé hasta que las sombras eran largas y tenues. Quise que me dejara el horror, como si lo tuviera en los zapatos y a cada paso esperara que se me fuera desempolvando un poco. Como si de respirarlo se me fuera yendo de los pulmones. Y sin embargo, con cada descanso que me daba confirmaba su resistencia. Era quizá una tontería, pensar que un librito tan chico podía hacer tanto… No había habido una lectura que se me afianzara con igual fuerza en el alma desde que mis amores eran verdes. Y eso si no he ya malcrecido mi memoria con tanto adorno que uno hace de su propio recuento en el placer del silencio. Como fuera, sin duda era otra cosa, pues ahora no había viento de la costa o calle pedregosa que me la quitara. Cubría mis zapatos, llenaba mis pulmones, se me depositaba en el fondo de la boca. Algo, eso sentía, algo había salido mal desde el principio. Por una fortuna impensable se había salvado hasta ahora, pero con un pequeño jalón que alguien le diera por cualquier lado se deshilacharía todo. Y me refería a todo. Absurda imagen, tal vez, pero eso era lo que mejor figuraba el escozor que traía mientras ascendía por la escalinata de piedra que llevaría tarde o temprano a la plaza con la fuente cuya escultura de soldado medio mal parado parecía más bien un homenaje a Chaplin. Así le decían, el Chaplin, aunque creo que era un joven que murió peleando por el pueblo en una de esas guerras de treinta o cincuenta años que ya no recuerdo… bueno, pero era ésa la imagen que revolvía en mi mente temblorosa: la realidad toda era una madeja mal devanada. A donde volteara veía que así era. Lo confirmaba mientras intentaba pensar en otras cosas. Terco me quería dibujar en la mente la sonrisa de mi hija, quien recientemente recibió un premio de segundo lugar en una competencia de natación, para pasos más tarde imaginarla rodeada de un agua de alberca que estaba a un paso de ser cualquier otra cosa, menos agua, sin una sola cualidad que permitiera diferenciarla del agua; sé que es difícil de entender, pero es que decirlo es como contar a un amigo un mal sueño. Quería pensar en mis amigos también, en uno de ellos, que se nos fue apenas el año pasado y dejó en mis oídos un poco de su risa que todavía me dura, pero terminaba por figurármelo con el resto, hablando a un sólo tirón de que ninguno supiera qué decía el otro, sin que ninguno además, sospechara siquiera que eso estaba sucediendo. Todo, ya lo he dicho, se me podía deshilachar en cualquier momento, como una madeja mal devanada. Como si un padrastro pudiera ser arrancado y se llevara toda la existencia descarnada. Peor, lo pensaba no sólo rodeando a los míos: era un ovillo que estaba en todas partes, en las que no veía, en las que ya habían sucedido, en las sombras del futuro inexistente, y lo atisbaba casi con claridad ahora que había llegado a la fuente de la plaza así como lo había visto colgando de las ventanas sucias por años de brisa. Estaban sus hilos, que eran los del mundo, invisibles, rodeando las enredaderas y los botes de basura y la historia de las lozas y al centro la descolorida piedra: casi creía que si jalaba una diminuta fibra se desplomaría el muchacho entero con ese sombrero que quiso ser casco. «Nada es en realidad lo que parece», había terminado el endemoniado librito. Grave y hueco. Maldito. Me alargué y me atenué con la noche, sentado en la banca mirando el centro de la plaza. La frase me recorría mientras sentía cómo el pensamiento se me iba descosiendo. No quise mover nada por horas. Finalmente el terror se me desbordó: jalé uno de los hilos. Todo se deshebró con catastrófica quietud. Desde entonces, nada es lo que era antes y nadie se ha dado cuenta.

Símil

Y ahí lo vi, con una sonrisa de oreja a oreja que mostraba con claridad
la perfección que habitaba en la alineación de sus dientes blancos
uno junto al otro a una distancia simétrica, con un tono rosado de sus encías que
hablaba más de salud y vida que de sus hábitos alimenticios. Completamente empapado,
habría sabido que me acercaba tal vez al escuchar mi moto acercarse, o tal vez,
al sentir las olas que mis piernas hicieron con tanto cuidado para no alertarlo.

No importaba ya a estas alturas el modo en el que se había enterado,
a final de cuentas era evidente que me estaba esperando. Sus ojos, casi humanos
por un momento me hicieron sentir aceptado, como esa mirada de confianza
que te brinda un amigo que se reconoce aún después de no haberse visto en años.
Aunque a estas alturas, tampoco estoy tan seguro de que fuera su mirada,
tal vez su pose erguida, tal vez los cabellos sobre su rostro o su mano extendida
abierta, con el pulgar mirando al cielo elevándose notorio, como un digno
emperador de los otros dedos. Sus tetillas, lampiñas y erectas por el frío
de la laguna, eran parecidas a las de un muchachillo travieso cuyo vello
está a punto de brotar.

Sí, el zoológico me había encargado regresar a ese simio sano y salvo, es solo
que al mirarlo ahí, tan humano, tan libre y tan feliz. No tuve el valor de esperar
un minuto más, su postura y su mirada, su sencillo ser allí enfrente de mí como
si de un espejo se tratara; bueno, no sé cómo explicarlo, pero juro que estaba
a punto de hablar. La sola idea me pareció repulsiva, y a la vez maravillosa.

Tuve que jalar el gatillo, tuve que acabar con su vida. Era sencillamente insoportable.
Y ahora, de vez en vez, más de una por semana, he perdido el sueño tratando
de imaginar qué hubiera sido de mí si le hubiera estrechado la mano, si
le hubiera abrazado con ese calor que solo los amigos tienen. ¿Me hubiera
susurrado algo al oído? ¿Me hubiera convertido por un instante mágico
en uno de los suyos? O lo hubiera hecho yo al abrazarlo indistintamente
cerrando los ojos, como un padre que recibe a su hijo que vuelve de la guerra
transformado.

No sé qué hubiera pasado, pero sí que he de admitir aún hoy en día, me sigue
matando la curiosidad de saber cómo era su voz. Y sobre todo, qué era ese
secreto natural que tanto le alegraba decirme en aquél apartado lugar
de la jungla, solos bajo la sombra de los árboles gigantescos que tanto
problema le causan al sol para hacer su trabajo.