Mirada al mar
Pocos entre los socráticos me frecuentan el alma como Antonio Machado. El discípulo de Juan de Mairena, el cristiano del humor y la desolación, el aspirante a la anonimia es muy cercano a mi alma. En Machado encuentro la compañía de una sombra inteligente, la profunda alegría de la sencillez poética, la reciedumbre de una sensibilidad conmovedora. El 21 de marzo de 1915, en carta a Miguel de Unamuno para agradecer su Niebla, Antonio reflexionó sobre los peligros del socratismo:
“Todo es niebla, es decir que no vemos con nuestra luz y, acaso —aquí el riesgo socrático— veamos al cegar. ¿Qué es lo terrible de la muerte? ¿Morir, o seguir viviendo como hasta aquí, sin ver? Si no nos nacen otros ojos cuando éstos se nos cierren, que éstos se los lleve el diablo, poco importa”.
Y el mismo día escribió:
¡Ojos que a la luz se abrieron
un día para, después,
ciegos tornar a la tierra,
hartos de mirar sin ver!
¿La muerte es terrible? ¿Para quién es terrible la muerte? ¿Acaso se aterra el ciego? ¿No se dice que el socrático va a la muerte sin terror? ¿O bien, lo terrible de la muerte es no haber vivido sabiamente? La muerte es terrible si la tragedia es necesaria. La vida es terrible si la salvación es imposible. Si la tragedia no es necesaria y la salvación es posible, ¿qué es la muerte?
Por aquellos meses, Antonio Machado escribió los siguientes versos:
Morir… ¿Caer como gota
de mar en el mar inmenso?
¿O ser lo que nunca he sido:
uno, sin sombra y sin sueño,
un solitario que avanza
sin camino y sin espejo?
El poema me deleita desde su figura. Primero, el verso inicial nos sorprende con su propia caída mortuoria, ¿o no hacen eso los puntos suspensivos? El hecho es la muerte, suspensa queda la duda: ¿qué es la muerte? Segundo, el encabalgamiento, pues sin él la pregunta sería retórica pura: sólo con la duda suspensa se contempla la solitaria gota diluyéndose en el mar. Tercero, el oleaje del segundo verso, escúchese: de mar en el mar inmenso, las olas son tanto sonoras como gráficas en la “mar” repetida; “inmenso” nombra al angra que abriga el oleaje en la ribera. Cuarto, el movimiento interno de la segunda pregunta. El quinto verso tiene una movilidad, avanza pues, que resalta la soledad y la acinesia del solitario: un solitario que avanza se mueve entre los hitos pareados de la sombra y el sueño, el camino y el espejo. Por su sola figura, el poema suspende la pregunta por la muerte. ¿Morir es el cíclico vaivén del oleaje, o el camino solitario del hombre? ¿Al morir nos diluimos en el todo, o somos por primera vez individuales? ¿La muerte es terrible por la pérdida del yo, o por la pérdida del otro?
Mucho se ha dicho, y muy especializadamente, sobre el “simbolismo” del mar en la poesía de Antonio Machado. Los más creen que se trata de una expresión del sentimiento oceánico, del afán de eternidad, o de la agonía teocrática… y no faltarán versos en que eso parezca. A mí me importan ahora estos versos, los recién citados, en los que no veo religiosidad posmoderna alguna. Quizá me expreso gedeónicamente, lo sé, pero creo que el mar de este poema no está divinizado y que su sentido puede mostrarse a la luz de la carta arriba referida. Morir como disolución marítima es la pérdida de lo que uno es, pero sólo quien tiene los ojos abiertos se puede dar cuenta. El hombre de ojos cerrados (¿el dormido de Heráclito?) vive disuelto en un mar que no alcanza a estar vivo. El hombre de ojos abiertos se aterra al pensar que morir es diluirse en la vida (aunque los descendientes de Anaximandro crean que se diluyen en pago de su injusticia, por lo que no sabemos si se aterran por la dilución o la justicia). ¿Por qué es eso aterrador? La mayoría concibe la relación entre vida y muerte de modo trágico, pues cree que nada vale la vida individual ante la vida en general, porque la pérdida de una sola vida no altera el orden general de la vida. Ante la visión trágica, estoicos y epicúreos de todas las épocas sostienen la conveniencia de evitar el terror, haciendo creer que sólo se aterra quien no es sabio. ¿Cuándo se probó la verdad de la tragedia? Cuando se dice que el mar es la vida se ofrece un símil, y en él la muerte es como el ancla que entra al mar: al entrar, la vida se detiene; no hay muerte en vano. El mar es un continuo (Aristóteles 931b3). La muerte es eternidad discreta; sólo así es posible la vida eterna. El hombre con los ojos abiertos sabe que perderse en el continuo, diluirse, le impide su propia medida, saber de sí, conocerse. Si la muerte es terrible, lo es porque ya no permite el autoconocimiento.
Sin embargo, y de ahí el suspenso de la pregunta, el autoconocimiento es imposible en soledad ante el continuo de la vida. No nos medimos ante la vida, sino que la pautamos en la medida que nos permiten los otros. No son los árboles sino los hombres quienes nos permiten conocernos (Fedro 230d). Lo aterrador de la muerte es la imposibilidad de conocernos. La muerte es aterradora porque nos priva del otro. ¿Cómo lo explica Machado? Al hombre de ojos abiertos le aterra la soledad: ser lo que nunca he sido. Quien quiere conocerse busca al otro para saber de sí. Quien ama la verdad no busca a cualquier otro, sino al mejor, que sólo así se conoce bien. Claro, el trágico supone a la verdad terrible, nunca buena, nunca bella, por lo que cierra los ojos, desprecia lo mejor y administra su medida: se ancla en el terror del autoengaño. Ser lo que nunca he sido no advierte que uno nunca ha estado solo, sino que uno no debería destruirse acomodándose a lo peor. ¿Derrotismo? En el caso que todavía no es el peor. Perverso el hombre que se refugia en lo peor. La perversidad no es derrota, sino corrupción. ¿Que lo mejor no nos es del todo claro? Claro, no nos conocemos sin sombras ni sueños. Sólo por las sombras la luz no nos enceguece; conocernos es ir conociéndonos. Sin sueños no podemos mirar ni a Dios ni al mar. Terrible privarse de sombras escondiéndose en la oscuridad; terrible negarse al sueño pirrando las pesadillas. Quien se arropa en la soledad lueñe de lo mejor avanza sin camino y sin espejo. Carece de camino porque no tiene orientación; juega a la tragedia en el intento de probar que no tiene ojos. Carece de espejo porque no puede ver de sí a la luz de lo mejor; se engaña quien no ve a la luz de las ideas. Morir es terrible porque nos impide saber de nosotros mismos, nos impide dialogar. Renunciar al diálogo, a lo mejor, a la palabra es como morir, pero por voluntad propia: suicidio del alma. Terrible morir, claro, pero más terrible vivir como un muerto, vivir cerrando los ojos. Nada vale mirar al mar si no podemos dialogar entre brisas y risas. ¿Acaso la más refrescante brisa no lleva el nombre de amor?
Námaste Heptákis
Coletilla. “Con el tiempo hasta el más estúpido comprende el tiempo”. Hans Urs von Balthasar