Caminé hasta que las sombras eran largas y tenues. Quise que me dejara el horror, como si lo tuviera en los zapatos y a cada paso esperara que se me fuera desempolvando un poco. Como si de respirarlo se me fuera yendo de los pulmones. Y sin embargo, con cada descanso que me daba confirmaba su resistencia. Era quizá una tontería, pensar que un librito tan chico podía hacer tanto… No había habido una lectura que se me afianzara con igual fuerza en el alma desde que mis amores eran verdes. Y eso si no he ya malcrecido mi memoria con tanto adorno que uno hace de su propio recuento en el placer del silencio. Como fuera, sin duda era otra cosa, pues ahora no había viento de la costa o calle pedregosa que me la quitara. Cubría mis zapatos, llenaba mis pulmones, se me depositaba en el fondo de la boca. Algo, eso sentía, algo había salido mal desde el principio. Por una fortuna impensable se había salvado hasta ahora, pero con un pequeño jalón que alguien le diera por cualquier lado se deshilacharía todo. Y me refería a todo. Absurda imagen, tal vez, pero eso era lo que mejor figuraba el escozor que traía mientras ascendía por la escalinata de piedra que llevaría tarde o temprano a la plaza con la fuente cuya escultura de soldado medio mal parado parecía más bien un homenaje a Chaplin. Así le decían, el Chaplin, aunque creo que era un joven que murió peleando por el pueblo en una de esas guerras de treinta o cincuenta años que ya no recuerdo… bueno, pero era ésa la imagen que revolvía en mi mente temblorosa: la realidad toda era una madeja mal devanada. A donde volteara veía que así era. Lo confirmaba mientras intentaba pensar en otras cosas. Terco me quería dibujar en la mente la sonrisa de mi hija, quien recientemente recibió un premio de segundo lugar en una competencia de natación, para pasos más tarde imaginarla rodeada de un agua de alberca que estaba a un paso de ser cualquier otra cosa, menos agua, sin una sola cualidad que permitiera diferenciarla del agua; sé que es difícil de entender, pero es que decirlo es como contar a un amigo un mal sueño. Quería pensar en mis amigos también, en uno de ellos, que se nos fue apenas el año pasado y dejó en mis oídos un poco de su risa que todavía me dura, pero terminaba por figurármelo con el resto, hablando a un sólo tirón de que ninguno supiera qué decía el otro, sin que ninguno además, sospechara siquiera que eso estaba sucediendo. Todo, ya lo he dicho, se me podía deshilachar en cualquier momento, como una madeja mal devanada. Como si un padrastro pudiera ser arrancado y se llevara toda la existencia descarnada. Peor, lo pensaba no sólo rodeando a los míos: era un ovillo que estaba en todas partes, en las que no veía, en las que ya habían sucedido, en las sombras del futuro inexistente, y lo atisbaba casi con claridad ahora que había llegado a la fuente de la plaza así como lo había visto colgando de las ventanas sucias por años de brisa. Estaban sus hilos, que eran los del mundo, invisibles, rodeando las enredaderas y los botes de basura y la historia de las lozas y al centro la descolorida piedra: casi creía que si jalaba una diminuta fibra se desplomaría el muchacho entero con ese sombrero que quiso ser casco. «Nada es en realidad lo que parece», había terminado el endemoniado librito. Grave y hueco. Maldito. Me alargué y me atenué con la noche, sentado en la banca mirando el centro de la plaza. La frase me recorría mientras sentía cómo el pensamiento se me iba descosiendo. No quise mover nada por horas. Finalmente el terror se me desbordó: jalé uno de los hilos. Todo se deshebró con catastrófica quietud. Desde entonces, nada es lo que era antes y nadie se ha dado cuenta.