Con 25 minutos de sobra, Alfredo había logrado salvar al mundo. En ese momento, no creyó lo que aquél mago le había encomendado, y la verdad es que suena un tanto imposible el creer toda la historia desde un inicio.
Hace no más de una hora, el buen Alfredo iba de camino a su trabajo, con unos cuantos minutos de retraso, lo que significaba al menos media hora más de tiempo detenido en el tráfico. Eso lo obligaba a dos cosas: la primera era no perder el primer metro que tomara, y la segunda era a pasar hambre por no desayunar sino hasta llegar a la oficina. Esto normalmente lo pone de mal humor, ya que durante el tedioso camino, además del hambre, su mente no lo deja descansar reprochándole con insistencia que esto se pudo haber evitado si se hubiera levantado un poco antes.
Para no variar, el andén del metro formaba ya 3 filas de hombres y mujeres responsables, buscando el modo de llegar cuanto antes a cumplir sus deberes con la sociedad y, de paso, ganarse el pan de cada día. Por supuesto, en una mañana de verano, el olor a ser humano, era tan despreciable como para desear que todos desaparecieran. Era una especie de caldo espeso en el que se conjugaban de maneras desentonadas, los aromas frescos y dulzones de las colonias y perfumes, junto con los aromas pesados y grotescos del sudor e intestino humanos. El ambiente era demasiado cálido, pero, ¿qué le va uno a hacer si vive en la Ciudad de México? A final de cuentas, dicen que uno se acostumbra a todo menos a no comer, Alfredo sigue dudando que alguien pueda acostumbrarse al aroma del metro Hidalgo o el de La Merced en horas pico. Es por ello, que, dejando a un lado la idea de cumplir con el horario de trabajo, era una excelente idea abordar el siguiente vagón que se estacionara.
Alfredo como buen chilango, tenía dominada la técnica de abordar los vagones, y le daba igual pisar juanetes que soltar madrazos a los jóvenes y a las viejitas. Incluso hubo una vez que con tal de subir, descontó con un codazo nada discreto a un chico con ligero retraso mental. Total, el tiempo apremia y no estaba como para seguir perdiendo el tiempo. En esta selva de asfalto subterránea, la ley es la del más fuerte. Comprenderán, que si uno llega a tales extremos de la barbarie tan solo por escapar de la estación en la que se encuentre, habrá quien recurra a otro tipo de artilugios con la misma finalidad. El Metro de la ciudad, es un lugar donde el fin justifica los medios. O al menos eso es lo que pensó Alfredo cuando aquél anciano de mirada misteriosa se acercó a él en el andén.
Hay veces, las menos y más malditas, en las que los vagones tardan hasta 10 minutos en llegar, por lo que la gente comienza a devorar la plataforma de espera, y la desesperación hace que la experiencia sea todavía más interminable. En esta ocasión, solo habían pasado dos minutos y algunos segundos cuando Alfredo notó al mago que tenía al lado. Le llamó la atención sus largas uñas y su aspecto despreocupado. Sobre todo fue esto último, Solano, el mago de los olivos, se encontraba demasiado tranquilo, a pesar de saber a ciencia cierta que el mundo terminaría en los próximos minutos.
Sin mayor preámbulo, Solano le hizo un comentario a Alfredo mientras ambos esperaban el metro
— “Oye, chico, ¿quieres salvar al mundo?”
Como mago, había aprendido a dejar de esforzarse por demostrar las cosas que hacía, a final de cuentas, nadie le creía y la mayoría de las personas se enfocaban más en buscar el “truco” que en descubrir la verdad de lo que se les manifestaba. Por supuesto, Alfredo había oído lo suficiente en el anden a lo largo de toda su vida, como saber cuándo ignorar a la persona de al lado. Ésta era una de esas ocasiones. Así que siguió mirando al frente, pero comenzó a mover la cabeza como si estuviera bailando con algún ritmo que proviniera de los audífonos que ocupaban su orejas. No es que estuviera escuchando algo, pero justamente, le gustaba llevarlos puestos en todo el momento para no tener que soportar a los ancianos que buscan encontrar en su vecino, su dosis de atención mañanera. Al no recibir atención, Solano, sin cambiar su tranquilo semblante, simplemente ejerció más presión sobre el muchacho: con una de sus manos, acarició la pierna más cercana de Alfredo, dejando en claro que sus uñas eran demasiado duras y filosas.
Ante este gesto afectivo, Alfredo no tuvo otra opción que voltearle un madrazo. A lo que el mago, respondió esquivando con tremenda presteza mientras repetía la pregunta que había formulado unos instantes antes:
— “Oye, chico, ¿quieres salvar al mundo?”
Alfredo, que había escuchado la primera vez, prestó un poco de atención antes de pedirle que dejara de chingar. Aunque sabía que si quería alejarse de aquel anciano molesto, tenía que sacrificar su lugar privilegiado en la segunda hilera de gente y eso era casi inconcebible. Con el tiempo encima, Solano jugó su carta triunfal, y sacó del aire un billete de quinientos pesos. Por supuesto, en la Ciudad de México, la cotidianidad reina a tal grado, que cualquier acto milagroso pasa desapercibido por la mayoría de la gente. Alfredo no era la excepción, así que lo único que supo, después de este breve intercambio de agresiones, fue que tenía un billete de quinientos pesos enfrente de su cara colgando de los huesudos y morenos dedos del anciano. Mismo que le dijo:
— Toma este dinero, si quieres salvar al mundo, cómprame un refresco y unas papas fritas en el primer puesto que está saliendo de esta estación. Yo estaré aquí esperando, ah, sí, puedes quedarte con el cambio.
Parecerá algo muy sencillo, pero esa cantidad de dinero, significaba más de lo que ganaba en media semana de trabajo, y desde donde estaba, ese billete se veía legal. Tal vez el viejo loco se había desquiciado con el calor a grado tal que comenzaría a regalar dinero. ¿Qué más da si podía salvar al mundo o aquél viejo estaba loco? Si ese billete era genuino, habría ganado algo de dinero. Por supuesto, eso implicaba llegar tarde al trabajo, pero en aquél momento quiso creer que era un buen negocio. Tomó el billete y sin decir ninguna palabra, se alejó entre la masa de gente. Pensaba mientras salía del andén, que bien podría pagarse un taxi con ese dinero, largarse y no volver jamás. Sin embargo, lo extraño de la situación, le hizo seguir la tarea al pie de la letra. El “a ver qué pasa” mejicano, es un motor muy poderoso y poco valorado.
La búsqueda de las papas y el refresco no tuvo ninguna complicación, compró lo que se le había pedido y una guajolota para él en el puesto de al lado, total, si iba a darle de comer al desconocido aquél, ¿por qué se negaría a sí mismo un desayuno decente?. Con premura regresó al retacado andén donde seguía Solano detenido.
Aquí tienes tus cosas — dijo Alfredo de mala gana y con cierto desprecio — no voy a devolverte tu dinero, así que espero que haya valido la pena tu inversión.
Solano sonrió, sin decir una sola palabra y desapareció en una fétida nube de aromas. Nadie lo vio, todos vivimos tan sumidos en la realidad que el trecho que la separa de la fantasía es casi infinito. Por lo que nadie pudo notar, que aquella nube mágica se dirigía hacia el oscuro túnel del que provendría el tren subterráneo que los haría salir de aquella estación.
Alfredo olvidó a Solano casi de inmediato, no por algún pase mágico o artilugio, sino porque escuchó el rechinar de las llantas del próximo tren y él estaba listo para tirar dientes y romper rodillas con tal de no perder más tiempo del que ya había perdido allí parado. Y así, como la prisa de la cotidianidad borra todo hecho milagroso en cuestión de segundos, así mismo, aquel chico con audífonos había contribuido a retrasar el apocalipsis un par de siglos sin que nadie se hubiera enterado.
Alfredo había salvado al mundo, una mañana de verano; sin embargo, aquel día nada impediría que llegara tarde a trabajar.