Es un lugar común la afirmación de que el conocimiento es el alimento del alma. Sócrates mismo lo dice en algunos diálogos, donde además reprendía a sus amigos de imprudentes, por no saber si era o no saludable aquello que ingerían. La salud del alma importaba más para Platón que la del cuerpo, pues del alma dependía el cuidado de la polis. Un alma enferma o pervertida ocasionaba enfermedades en el cuerpo político. La salud pública dependía de la procedencia y veracidad del discurso, pero éste, el discurso, resulta de cómo se metabolice el conocimiento.
La filosofía es metabólica, como afirma Remo Bodei en una entrevista. La afirmación del filósofo italiano ayuda a entender la actividad intelectual de otro modo. Para los que ven el conocimiento como una suma de nombres y referencias, la actividad intelectual es en el mejor de los casos un ejercicio de la vanidad, una lucha constante por la autonomía. Quien más sabe es quien mejor cita. Pero quien mejor cita sigue reconociendo al otro en la distancia de objeto analizable. La filosofía desde el inicio de su actividad ha intentado dilucidar lo artificial de lo natural. La ciencia es herramienta del alma, por ello mismo, natural. El libro es artificio de la memoria y el saber, pero es natural en la medida que lo leemos y hacemos nuestro el conocimiento, en la medida en que la luz del otro se une a la propia para ver mejor el mundo. Metabolizar significa hacer propio lo ajeno, adquirir fuerzas, aceptar al otro. La filosofía también es democrática, dice Bodei. Así, la palabra del otro se integra por el metabolismo del alma, la inteligencia, para actuar más sabiamente. Aquí aparecen las amistades. Se reconoce un mismo camino, una misma búsqueda. Acompañarnos es amistad. Ese mismo mecanismo nos ayuda a rechazar o no ciertas opiniones, aunque casi siempre es después de haberlas ingerido.
Dialogar, casi siempre lo olvidamos, es un intento por entender al otro. En estos casos hablar es hálito compartido, una conspiratio. Lo dulce de la palabra aparece, pero también la lucha por afirmarnos. El erótico termina entregándose al diálogo, al lugar común. Hacerle ascos a la palabra del otro, ya sea sencilla, muda o elevada, es cancelar el diálogo en nombre de la más baja sensación, el asco. Asco que muestra nuestros prejuicios alimenticios. La anorexia espiritual es el único camino, donde sólo la imagen importa. Fuchi, guácala, dice el niño que no sabe a qué sabe; ni sabe que sabor y saber van de la mano. Permitir que el otro despliegue su saber en un conflicto, es bien público. Lo mejor en el caso del fuchi, es callar.
Javel