Mi abuela me decía en cada oportunidad que se le presentaba, que tenía un peine egipcio que había heredado de su madre.
Lo guardaba en una cajita tallada por hábiles manos artesanas de Chiapas junto a un par de aretes y un pendiente con una amatista de fantasía enmarcada entre motivos de ar decó. Probablemente hecho a la usanza de la revolución.
La primera vez que lo vi, tenía poco más de 15 años y había aprendido ya, que los egipcios no eran dibujos humanoides vistos de perfil, estampados en las paredes por niños traviesos de antaño. Sino más bien eran un pueblo muy antiguo que, además fabricaban peinetas de madera (y no solo las dibujaban).
Llamó mi atención, que este artilugio fantástico proveedor de belleza personal, estaba chimuelo de dos dientes y a su vez se veía descolorido como si estuviera hecho de una galleta rancia que en cualquier momento se desmoronaría o terminaría su metamorfosis a un chicle.
Quise peinarme, desenredarme los nudos que se habían hecho en mi cabello durante las últimas dos horas que no lo había cepillado, pero la verdad es que el riesgo de destruir tan preciado artefacto junto con el corazón de mi nana, me lo impidió. Así que tuve que conformarme con sentirlo y conocerlo aunque no pudiera usarlo.
La Nana me contó que ella pudo peinarse alguna vez cuando joven, y que aquella peineta resistió más de un tirón. No se explica todavía cómo fue a perder los dientes que le faltan, porque casi no la usaba, y la mayor parte del tiempo la tenía guardada en su estuche.
Eso fue lo que hicimos después de aquél día, y no volvimos a verlo hasta el día en que ella falleció. Fui yo (su consentida) quien propuso que fuera inhumada junto con este artefacto tan único como suyo. Fue, el resto de la familia (y todavía me pregunto si por alguna suerte de interés) quienes propusieron que fuera yo la nueva guardiana del peine, al mismo tiempo de que se me encargaría la tarea de contar su historia a mis hijas y a las suyas. En su momento me pareció una idea excelente, me sentí incluso honrada y muy orgullosa de ser yo quien fuera la responsable de salvaguardar siglos de historia familiar, aunque ésta fuera irrastreable desde el punto en el que nos encontramos. Mas no por eso, tenía que seguir esta condición existiendo hacia el futuro.
Mi hija tenía poco menos de 16 el día en que decidí mostrarle el peine del que le había hablado. Desde aquel funeral, había depositado el estuche dentro de una caja de seguridad, en la que mi marido y yo guardamos los papeles importantes de nuestra familia. Actas de nacimiento, testamentos, cartillas de vacunación y escrituras de la casa. Por supuesto, ninguna de ellas era tan valiosa como este testimonio de historia familiar.
El peine guardaba su textura, y un olor amaderado que supuse había nacido del estuche que contenía. Contaba ya, con un diente menos, que no se encontraba por ningún lado, y cuya ausencia carecía de razón. Nadie había tocado aquel dote, desde hacía más de diez años que Nana había fallecido, y, salvo que ella lo hubiera hecho en vida, me atrevo a afirmar que nadie lo había visto desde el día en que me lo mostró a mí, cuando era yo una adolescente. Mi hija, como era de esperarse tuvo una mezcla extraña de desinterés con fascinación. Como buena adolescente, nada era lo suficientemente asombroso como para enseñarle algo nuevo (sí, mi hija fue de esos adolescente s insoportables que habían logrado el máximo conocimiento humano, a los quince años, y el mundo no tenía nada que mostrarles ya), y a su vez, su historia había generado en ella a lo largo de los años, tal impacto, que era imposible desinteresarse por completo del artefacto que tenía enfrente de ella.
Poco tiempo pasó, para que la semilla de la duda extendiera sus frondosas raíces dentro de mi alma, y así, sin darme cuenta, una noche me encontré con la imposibilidad de dormir, pensando en lo que habría sido de los dientes faltantes. A la mañana siguiente, con el mareo y hastío que conlleva la falta de sueño, me decidí volver a examinar a consciencia el estuche que guardaba el peine. Y en él no encontré nada nuevo. Tanto los aretes como el collar se encontraban tal cuál los había dejado, salvo que se veían un poco más viejos que antes, condición que adjudiqué a los tiempos modernos en que vivimos en los que todo lo que no es contemporáneo, guarda en su aspecto un hedor a viejo que es difícil ignorar.
Aquél día y durante un par de meses, estuve quedando con varias de mis primas (las más cercanas) a tomar el café por las mañanas. En estas reuniones estuvimos hablando de la vida y de cómo esto de ser mamá era una labor desgastante. Entre nuestras charlas pude sacar de ves en diario, el tema de nuestros antepasados egipcios, de lo que poco pudieron decirme, ya que mis tías no se habían interesado tanto por los artefactos e historias de la abuela. Incluida mi madre, a la que llamé un par de veces con la sutil intención de interrogarla, nada sabía más de lo que había yo podido descubrir por mi cuenta en este tiempo de investigación. Así que dejando a un lado las exhaustivas y estériles búsquedas por el internet, eventualmente mi curiosidad fue ahogándose por sí misma, y el insomnio que atormentaba mis días, se fue convirtiendo en una mal recuerdo y en un hábito caduco. Todo estuvo bien por un tiempo hasta que llegó aquella maldita noche.
Con 4 días faltantes para cumplir 22, mi hija había dejado el nido desde hacía ya 4 años y estaba (o eso dicen) más que emocionada por su fiesta de cumpleaños. Ya había previsto el vestido de noche con el que saldría a festejar. Tenía lista de invitados y pagada la reservación del club en el que pasaría la noche alegrándose por vencer a la muerte una vez más. Aquella noche no llegó. Y yo, que había recuperado el buen hábito de dormir a pierna suelta, me vi interrumpida por la fría voz de un oficial de policía.
– Buenas noches, le llamo porque es usted el número de contacto de Irene Vega.
Aquellas palabras taladraron mi corazón y me dejaron helada. A pesar de que en aquel momento no hubiera podido prever que mi nena ya no estaba con nosotros, el impacto y la frialdad de aquella voz, me dejaron en shock mucho tiempo antes de escuchar la noticia de su deceso. El tiempo que transcurrió desde que levanté el maldito teléfono hasta que pude tomar consciencia de lo que sucedía, pareció poco más que el número de días de la historia de toda la humanidad. Como podrán imaginar, la ceremonia y las tradiciones funerarias fueron la experiencia más difícil que he tenido que enfrentar hasta hoy. Mi marido estuvo conmigo, y el resto de mi familia se encargaron de la cotidianidad en estos días de mi ausencia.
Algún tiempo después, y muchas horas de terapia, pude reencontrarme en mi realidad, no sin seguir adolorida y esperando que cada llamada que entraba a mi teléfono, fuera de ella diciéndome que estaba bien y que estaría en casa para navidad. El peine que había sido enterrado por completo en el olvido, se convirtió. así sin más en mi envenenada medicina. Una de esas noches en las que el frío no se quita durmiendo, recordé que mi hija había conocido aquel peine tradicional de la familia y que habíamos compartido un momento solemne como el que yo viví con mi abuela hacía unas cuantas décadas ya. Así que en un intento por sentirme más cercana a mi Irene, decidí volver a abrir aquél pequeño cofre de tesoros. Si bien, tanto los aretes como el collar estaban en las mismas condiciones que antes (si no es que más viejos) el peine había recuperado no solo los dientes faltantes, sino también su color y su vigor. Estaba barnizado y tenía ciertos motivos muy antiguos que bien podrían hablar de un tiempo antes de que las pirámides fueran un capricho en la imaginación de un niño emperador. Eso sí, sin perder la esencia y el estilo característico de lo que después sería nuestro pueblo egipcio. Por supuesto esta sorpresa me conmovió hasta las lagrimas y no pude hacer otra cosa que soltarme a llorar mientras presionaba el peine contra mi pecho. No sé cuanto tiempo pasó, pero en cuanto pude dejar de sollozar, fui a despertar a mi marido para preguntarle si había sido él quien había restaurado el peine que sin lugar a dudas, era el mismo que me enseñó mi abuela.
Mi marido batalló para tranquilizarme y a pesar de mi insistencia negó todas y cada una de las veces el haber restaurado el peine. Y una vez pasado el interrogatorio, se dedicó a abrazarme hasta que quedé dormida en sus brazos. Aquella noche me sentí protegida por primera vez en mucho tiempo.
Esa noche soñé con un campo inmenso de tulipanes, amarillos, rojos y blancos. Tenían el tallo pegado a la tierra y sus pétalos eran una alfombra de colores que flotaba sobre el siempre inefable inframundo. Caminaba yo por aquél espacio iluminado, con el cielo negro abierto y estrellado, sin miedo, sin memoria y sin preocupación alguna. Había a lo lejos algunos animales mamíferos y entre las flores pequeñas piedras preciosas reflejaban la luz, como pequeñas y falsas estrellas del subsuelo. El camino no tenía fin, ni yo cansancio, y las cosas se materializaban enfrente de mí de la misma manera inmediata con la que desaparecían. Me sentía atrapada en una paradoja antigua, en la que por más que caminara, no llegaba a ningún lugar. Fue entonces cuando la vi, con su mirada llena de paz y un hermoso amplísimo vestido de novia. Con un gusto exquisito que nunca tuvo en vida, enfrente de mí, Irene me esperaba. Su piel era mucho más pálida que en la vida real, sin embargo, esto no le restaba ni un gramo de vida. Al contrario, estaba extrañamente demasiado viva. No dijimos una sola palabra, pero nos entendimos en un abrazo, que acalló todo mi dolor y me refugió de la memoria. Dormí aquella noche también en los brazos de mi niña.
Al amanecer, el dolor volvió, como la luz que golpea tus ojos después de que el gallo no logró levantarte con su canto. Mi marido hacía algún tiempo que había partido al trabajo, lo supe porque su lado de la cama estaba frío y revuelto. Yo, recordé el sueño del que acababa de escapar y me solté a llorar. En esta ocasión fue un llanto de desahogo que me permitió, de alguna manera, hacer las paces con la realidad. Busqué de inmediato con los ojos todavía húmedos y borrosos, el peine entre las sábanas de mi cama, y una vez que lo encontré, comencé a desenmarañar mi cabello. Daba tirones con fuerza, tratando de convertir en polvo que en uno de esos intentos el peine, y junto con él, esta horrible realidad a la que estaba condenada. Ninguna de estas cosas sucedió.
Tomé un baño y acomodé todo donde debía estar, excepto el peine, a él, lo mantuve cerca de mí durante algunos años más. Caí en la adicción de pasarlo por mi cabello cada vez que extrañaba a mi Irene, y curiosamente, también cada vez que extrañaba a la abuela, y una vez llegado el momento, cada vez que extrañaba a mi madre. Desde aquél día, no he dejado de soñar a mis muertos, y cada noche nos reunimos en aquella tierra alfombrada a la luz de los astros, lejos de toda civilización, lejos del tiempo y de la realidad. Y cada mañana me renuevo, amanezco como una nueva yo, lista para enfrentar la vida.
Escribo esto porque el día de ayer el peine amaneció sin un diente. A pesar de intentarlo, durante todo este tiempo no he podido romperlo por el uso, ni desgastarlo, ni siquiera enmarañarle una considerable bola de cabello, a pesar de no haberlo limpiado nunca, seguía con ese fulgor de aquella noche en que lo hayé restaurado. No sé por qué ha perdido en la realidad uno de sus dientes, mucho menos sé dónde quedó. Simple y sencillamente un día amaneció así. Fue esta singular situación la que me hizo pensar que no hay nadie s quién dejarle este legado familiar. Y es por ello, también, que he escrito lo que me ha sucedido. No espero que crean o entiendan lo que aquí les narro. Solo espero que si, por casualidad encuentran este manuscrito junto a un peine, sepan que es egipcio, que perteneció a mi familia por generaciones y que tiene el poder de permitirnos soñar lo que deseemos siempre y cuándo nos peinemos con él.