Mentiría si dijera que puedo mantenerme quieto. El viaje, el traqueteo, el vaivén, la peregrinación y las andanzas, de la Ceca a la Meca y de regreso, pasando entre el Tingo y el Tango y, como dice Sancho Panza, de zoca en colodra, son de mi etopeya como me son cimiento los huesos. Mentiría por eso. Y no es que en un acto de voluntad prefiera pasar de largo la posada cuando bien podría quedarme. Ni me disgusta la quietud tampoco, a la que estimo en la fantasía como cosa dulce. Nada de eso, sino que me cae como las aguas de Estigia. Tal vez una parte de ello sea que soy viejo y que he sido por mucho tiempo lo mismo. No lo digo con ganas de afectar ingenio. El dislate se lo endilgo a la vida misma que a veces hasta parece que ama los contrarios. Pues sí, he sido por mucho tiempo lo mismo: éste que no se puede quedar quieto. Pero por todos los dolores que eso me ha causado ha habido una que otra ventaja. Me convencí, por ejemplo de una de ellas, de registrar algunos recuerdos de mis andanzas exóticas o mis encuentros familiares aun siendo muy joven. Me convencí de dar refugio a una que otra vivencia desordenada y, en fin, de sujetar la voz a fuerza de tinta lo que yo mismo no podría nunca haberme sujetado. He recolectado más de un centenar de páginas rayoneadas y aquí compartiré algunas de ellas. No las estimo gran cosa y, francamente, no creo que tengan mucho valor más allá de la nostalgia que a mí me producen. Si las comparto es más por respeto al recuerdo que por la pretensión de que sean leídas con seriedad. Es más, preferiría que ni se les revisara con demasiado detenimiento. No tienen gran concierto ni tampoco supongo que su estilo evoque más placer que el provocado por pasajero interés a un curioso. Más parecen divagaciones en tinta que escritos. No podrían estar más lejos de ser cuentos y como anécdotas resultarán secas. En suma tal vez sólo pesen lo suficiente para levantar una ceja por un momento. Estará bien entonces. No lo tomo a mal. ¿Cómo voy a molestarme de tal resultado cuando más probable sería que se las tragara el rugido del agua en esta cascada en la que las ofrezco? No tomo a mal, pues, ni siquiera la desconfianza; y en realidad, si he de ser sincero, en este momento de mi vida, si me creen o no me creen, me da lo mismo.
El viajero
Hoy conversé con un hombre de unos treinta años. Me dijo su nombre pero no lo entendí bien. Por vergüenza no volví a preguntar. ¿Mees? Holandés, amable y abierto a reír, aunque sin ese aprendido gesto americano de sonreír para saludar o despedirse. Ya en otros momentos lo he pensado: como nosotros estamos acostumbrados a sonreír a la menor provocación, y lo hacemos cuando miramos a la distancia a alguien para que éste sepa que reconocemos su presencia y la damos por grata, la gente del mundo que solamente sonríe por alegría aparece grosera en la superficie. Grosera, pensamos, porque no sonrió al vernos y, por tanto, algo tendrá contra nosotros. Fría, se dice mucho, como si estuvieran a sabiendas marcando distancia. Pero pienso que no es así. Mees o como se llamara es de éstos que, simplemente, no tiene aprendido el gesto en la cara del mismo modo. Después de un tiempo uno se acostumbra a no ver un insulto donde no hay más que una costumbre diferente en el saludo. Una vez le pregunté al respecto a un alemán porque me interesaba la perspectiva opuesta. Me dijo que nosotros los americanos «desperdiciábamos» las sonrisas, porque las usamos para tantas cosas que no tienen tan marcado peso las que más reflejan nuestras grandes alegrías. Podría ser, pero no le concedo razón. Ni me parece desperdicio ni exageración. Sigo pensando que es por muchísimo mejor vivir sonriéndole hasta a los extraños cuando se nos cruzan, que hasta en la sonrisa aprendida hay cierta apertura a la conversación.
Lo más interesante de Mees fue por qué tenía que marcharse. Se excusó de la reunión en la que estábamos todos disfrutando de una clase de té preparado por uno de sus amigos porque iba a visitar a su padre. Después, en la noche, indagué más a fondo. Supongo que fue la negrura con la que dijo que se iba que me hizo sentir curiosidad. Iba a visitar a su padre a la cárcel. Me lo enteraron con vergüenza. «Claro –pensé–, es natural». Se siente vergüenza de lo que en uno mismo puede reflejar que se acepte al padre como un criminal. Pero con un poco más de tiempo, ya los demás que sabían siguieron contando el resto de la historia sin necesidad de que yo dijera más. Como si hubiera jalado yo solamente el cabo de la hebrita, y ya solo se hubiera deshilachado todo. Resultó pues, que la vergüenza venía más bien de lo tonto que era que estuviera en la cárcel. Y es que este señor estuvo unos treinta años robándole a la compañía de trenes. El modo en que lo hacía era insólito. Conseguía las chamarras de la compañía de trenes, que son las mismas que llevan los inspectores para verificar los boletos y nunca se subía sin vestir la más reciente. Todos los demás pasajeros asumían que él era inspector y él, al mirar inspectores, solamente se bajaba despidiéndose a lo lejos, sin cruzar una palabra, para subirse al siguiente tren y continuar su viaje. Nunca pagó un solo boleto como debía. Hasta hace relativamente poco (no dijeron cuánto). El padre de Mees fue sorprendido por otro inspector que necesitaba ayuda con su maquinita, pues era nuevo y había algo de ella que no entendía. En el intercambio, se supo que el señor no tenía una de ésas ni sabía cómo operarla. Después de revelado el engaño, la compañía lo demandó y como parte de la investigación, encontraron grabaciones. Lo peor: había material de cientos de viajes a lo largo de este tiempo, pocos de los más antiguos, pero suficientes para crear una sospecha de la longevidad de la transa. Al final, consiguieron evidencia suficiente para calcular el aproximado en euros que debía el señor y la cantidad era tan extraordinaria, que no alcanzó ni fianza. Algo de justicia habrán visto en eso. Algo del mantenimiento a los trenes podrán sacar para reparar los desperfectos que un cuerpo adulto les provoca siendo zarandeado treinta años en sus vagones, me supongo.
Nuestro anfitrión, quien invitó originalmente a Mees, me contó al final que éste sentía no solamente vergüenza, sino también mucho coraje. Y es que ese día que fue descubierto, su padre mismo había iniciado la conversación con el inspector de trenes. ¡Lo había confundido con un viejo conocido! Pero no, no se conocían.
Unos trazos a lápiz al final de la hoja rezan «Zaid me ha convencido de llevar a cabo mi ‹Divagadiario›. Gracias dadas a la teatralidad de los negocios y las dos inculturas» y junto, una fecha ininteligible.
Proteófilo Cantejero