Hoy tuve una idea reconfortante. Para explicarla bien debo escribir un poco de su contexto. Ya no recuerdo hace cuánto tiempo escuché por primera vez la expresión «el número de estúpidos es infinito». Debo haber sido muy chico. Mi abuelo la decía bastante, y siempre era en ocasiones en las que valía la pena echar una risa de consuelo. Infinito. Pesa mucho, pero es por lo mismo que alivia: nada puede hacerse. Sé bien que usó esa expresión, por ejemplo, cuando hicieron el concurso para deshacerse del proceso burocrático más ineficiente y al ciudadano que ganó por describir acertadamente el peor de estos trámites le retuvieron el dinero del premio, porque le habían escrito mal el nombre al registrar su información. ¡Con qué satisfacción pronunció el número de estúpidos! También recuerdo que la pensé, como si la hubiera dicho él, cuando un guía de turistas me enseñó que en Colonia habían construido un salón de conciertos subterráneo que, accidentalmente, quedaba justo debajo de un concurrido paso peatonal en el centro de la ciudad. Entre el techo del salón y el piso para los caminantes no pusieron ningún aislante de sonido. Y, como es verosímil que en esta vida pasen muchas cosas inverosímiles, a nadie se le ocurrió ni señalarlo. Al estrenar el lugar se dieron cuenta de lo sonoros que retumbaban en la bóveda bajo tierra los pasos desentendidos. ¿Y qué hicieron para solucionarlo? Pues en vez de echar reversa a la construcción y darle remedio, decidieron irse por «lo más fácil»: desviar a los peatones. En efecto, le pagaron a dos monigotes convertidos en pastores de hombres para que arrearan a la gente de arriba a dar la vuelta y evitar caminar sobre el concierto. Aún la última vez que fui, muchos años después, seguían haciendo lo mismo cada vez que alguien toca en el salón.
El punto es que la expresión ha estado conmigo mucho tiempo. Fue después que supe que la frase era bíblica. ¡La Biblia misma diciendo que el número de estúpidos es infinito! Y en el Eclesiastés, ni más ni menos. Mucha más autoridad me pareció que tenía tan profunda verdad, tal, que Salomón mismo la predicara desde su sabiduría. Bueno, pues más después fue que supe que siempre no es cierto, que no es bíblica. Y es que fue una confusión por una mala traducción, creo, de una frase del Eclesiastés que decía algo como que no puede contarse con lo que no está completo, o algo parecido. Lo impresionante, es que después de conocer que el origen de la frase era un error repetido miríadas de veces, me pareció incluso de mayor autoridad que de la voz misma de Salomón. Es tan cierto que el número de estúpidos es infinito, que cualquiera que escuche que eso opinaban los sabios lo cree, sin objetar nada. Desde entonces, que «el número de estúpidos es infinito» había sido para mí una de esas pocas frases que uno puede dar por verdades universales. Muy útil, por ejemplo, para discutir con los erísticos que nomás quieren hacerlo enojar a uno diciendo que la verdad es «subjetiva», sin saber qué quiera decir eso, o que nadie puede conocer ninguna o que simplemente no existe tal cosa. Bueno, pues una sería decirles que nada puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido. ¡Pero cuánto mayor impacto tiene mostrarles que el número de estúpidos es infinito! Eso, pues, ha sido de mis conocimientos atesorados.
Hoy, y esto es lo que quería platicar, estuve conversando con un amigo que es matemático. Le comenté la frase durante alguna liviandad en la que broméabamos, pero se la tomó muy en serio. Estos matemáticos pueden ser muy celosos de sus conceptos. Me preguntó que cómo que infinito, porque podía ser que yo estuviera dispuesto a creer alguna de dos cosas por lo menos: la primera, según le entiendo, es que los estúpidos pueden empezar a contarse, pero ese proceso no terminaría nunca. La segunda, que los estúpidos son tan estúpidos que su estupidez no tiene fondo. Su «número», es decir, la medida que se tiene de ellos, no se puede recorrer nunca con el pensamiento. Cambié el tema, porque no supe qué responderle y porque me faltaban los ánimos para tomarme tales tarugadas en serio. Pero ahora tuve una idea reconfortante, y es que mi amigo olvidó una tercera posibilidad: que como la estupidez es infinita (y esto es obvio), no existe quien no sea estúpido, pues éste sería el límite de la estupidez, cosa que no tiene. Y como no existe quien no sea estúpido, no hay tampoco quien pueda decir cuál de los dos sentidos mencionados por mi amigo es al que se refiere esta sabiduría. Sabiduría tan digna de Salomón, ¡que nos la compartió sin siquiera haberla dicho!
Proteófilo Cantejero