La guerra había pasado y ya se volvía a gestar. Hubiera sido difícil saber si se estaba planeando; ningún susurro se escuchaba, pese al dominio casi total del silencio. La guerra anterior terminó con una paz silenciosa de ambos bandos. El acuerdo principal fue ese: el silencio. El ruido llegó a un extremo que separó en dos grupos perfectamente distinguibles a toda la humanidad. Cada uno defendía su modo de vida. La violencia acabó con la mitad de la población. Hay quien dice que todo comenzó con la incapacidad de llegar a consensos, de poder dialogar. Pero lo más probable es que no se supieran canalizar las provocaciones. En redes cada grupo avisaba dónde estaría para planear el ataque; el grupo rival asistía al evento y comenzaban los enfrentamientos. Siempre hacían lo mismo. No eran emboscadas, eran simples provocaciones. Al principio las armas eran los puños, pero, cual si fueran descubriendo la técnica armamentista, posteriormente usaron piedras, luego armas de fuego, para finalizar con bombas. Los cadáveres cubrían las calles, pues enterrarlos era peligroso, además de que quitaba mucho tiempo. Cada batalla dejaba más muertos, la mayoría caían por debilidad. La situación se volvió intolerable cuando las enfermedades mataron a más que las sangrientas y prolongadas batallas. Los líderes de cada bando llegaron a un acuerdo: la paz se sostendría si nadie emitía su opinión. Si alguien osaba violar el acuerdo, sería fusilado enfrente de todos. Para que nadie dijera nada, habría vigilantes compuestos por ambos bandos en partes iguales. Era importante mantener el silencio para que se escuchara la más mínima palabra. Hablar era un lujo peligroso. A los niños se les tapaba la boca con un algo semejante a un bozal decorado con caricaturas de los tiempos antes de la guerra. La única música permitida serían las pisadas. La internet quedaba prohibida. El papel sólo se usaría para lo más básico. Sólo los líderes podían escribir. Los libros hacía tiempo que no tenían sentido para nadie. Al principio de la más cruenta censura que la humanidad hubiera experimentado no fueron pocos los que se rebelaron, aquellos que estaban totalmente en contra de los acuerdos establecidos. Pero como los muertos eran menos que en las batallas, poco a poco fueron apagándose las ganas de la rebeldía. La paz llevaba mucho tiempo funcionando. Las miradas cada vez eran más amenazadoras. Parecía que era la única expresión de rebeldía, lo único que mostraba el anhelo de vivir mejor. El tiempo pasó y el olvido se impuso. Casi nadie recordaba por qué se habían dejado de hablar, por qué había guardias que tenían en el pecho, en el lado del corazón, una boca tachada. Pero había pasado tanto tiempo que ya nadie podía leer, nadie podía escribir y ya nadie sabía cómo hablar. Hasta que un día se escuchó un recio balazo y un profundo grito de dolor. De la boca de una persona asesinada extrajeron un pedazo de papel que nadie entendió, pero que decía “Nunca cayará lo nunca cayado”.
Yaddir