Tenía un amigo con el que mantenía una relación, digamos, un poco tóxica. Y es que me mantenía con energía, con la adrenalina a tope. Dormía menos, me mantenía en competencia, aprovechaba más el día. Mi cuerpo, o los nervios de mi cuerpo, no se mantenían quietos; tenía que hacer algo, mantenerme en actividad. Casi cada segundo del día lo pasaba con él. Algunos me miraban con preocupación, como si en cualquier momento fuera a estallar o a realizar un acto anormal, propio de un loco. No querían mantener contacto físico conmigo por temor a recibir una exagerada reacción. Creo que lo hacían por envidia, porque mientras que ellos sólo trabajaban ocho horas diarias, yo duplicaba su tiempo. Era mejor al doble. Los dolores de cabeza eran soportables. Al menos en un inicio. Después comenzaron a convertirse en una especie de enemigo: me costaba trabajo mantenerme frente a mi computadora. Cuando comenzó el insomnio pensé que podría aprovecharlo para ser el triple de productivo. Aunque a ratos ya no podía hilar ideas, la concentración se me escapaba. Confundía los nombres, las horas, los días, hasta qué era comida y qué no lo era. En una ocasión, medio lo recuerdo, me desvanecí enfrente de todos. Estaba detallando una estrategia que nos pondría por encima de todos nuestros competidores. Justo cuando estaba revelando la idea clave, la frase única y original, aquella que me daría un gran ascenso, me desvanecí. Ahora descubro que los dolores de cabeza y el insomnio no eran enemigos, sino mi amigo disfrazado. Creo que ganar la mitad de lo que antes ganaba no me convierte en la mitad de lo que ahora son mis ex compañeros.
Yaddir