No odio el hospital. No me agrada tampoco, pero no comparto el generalizado repudio por sus paredes blancas o el terror que suelen producir las campanas sintetizadas de sus máquinas y monitores. Uno podría pensar que con la promesa de hospitalidad en su nombre habría que sentirlo al revés. Ah, pero eso sí sería mucho pedir. Temo que es porque nadie está allí por voluntad propia a menos que sea para trabajar. Hay por eso una curiosa compasión entre los extraños de sus salas de espera: todos se saben apresados por una necesidad que rebasa las desconfianzas del mundo corriente. Rebasa también y por mucho a los más confiados de sus correrías, por cierto. Y es que el ritmo al que corre la vida adentro del hospital no puede llamarse normalidad, sino estado de excepción. Si uno no sale, olvida pronto cuándo amaneció y cuándo cayó la noche. Pierde poco a poco el sentido de la privacidad y del flujo natural de la vida pública. Y de cosas como éstas viene aquella compasión tan curiosa entre los que allí se encuentran, una porción acaso muy pequeña de lo que debe formar los lazos que suelen darse entre hombres atrapados por la guerra. Aún hermanados entre vecinos, amigos, parientes y curiosos, contra los que no parecen víctimas baten una especie de guerra. Al médico hay quien lo llama matasanos, por ejemplo, como si la disminución de la sensibilidad que experimentan fuera lo mismo que indolencia. En tal excepción se queda uno embobado. El olvido de dónde estamos hospedados hace que ebulla un feo desagradecimiento hacia los anfitriones. Se exige que se preserve la vida al precio que sea, pagado con carne y dolor como si no tuvieran límite, o de lo contrario se retribuye con negra rabia. Tengo un amigo cardiólogo y la parte más difícil de su trabajo, me cuenta, es lidiar con la sinrazón de los que se engañan pensando que se entregaron a las manos de un mago. Olvido de las gracias que no solamente nos hace ridículos frente a los cuidadores, también frente a nosotros mismos. Es cierto que el trabajo del médico es curar; pero la mayor excepción aquí es la ciega confianza en el progreso que en nuestra época nos acostumbra a comportarnos como si toda muerte fuera error, descuido, negligencia, como si tuviéramos contrato firmado con la fortuna a perpetuidad. Con la idiotez de que la vejez es una enfermedad que se combate con fármacos, masajes y otros despropósitos; y además la otra de que la enfermedad es propia de los ignorantes que no se han sumergido en la cultura del negocio por la salud; con esas idioteces, digo, se nos acaba la gracia frente al médico que más hace por nosotros, seguro, de lo que harían los perros y los buitres si no tuviéramos en dónde hospedarnos al caer enfermos. También mi abuelo era médico aunque muy distinto de mi amigo el cardiólogo. Tenía un sentido del humor especialmente macabro. Escribía poemas sobre la muerte que no leí sino hasta mucho después de que él estuviera bien enterrado. Solía mostrar un estudio que revelaba la cantidad de horas de vida que quitaba una cajetilla de cigarros fumados, luego la comparaba con el promedio de vida del mexicano y, con una sencilla operación matemática concluía sonriendo «yo ya desde hace mucho que estoy viviendo horas extra». Fuente de alegría. Yo era un niño cuando me pedía que mirara por la ventana: «¿ves esos zopilotes? Están aquí por mí», decía y se echaba a reír. Yo no entendía nada porque ni veía zopilotes por más que buscaba ni encontraba causa para risa. No sé si la encontraría hoy, pero por lo menos ya sé dónde están los zopilotes.
Proteófilo Cantejero