No le pesaba el hecho de que la guerra estuviera perdida.
Mucho menos, que nadie en lo que le restaba de vida, fuera a creer su historia de haber sido el único sobreviviente de ambas detonaciones nucleares.
Lo que le pesaba de verdad, es que, aunque quisiera contar su historia, no había nadie que pudiera escucharla en kilómetros a la redonda.
Archivos por mes: diciembre 2019
Vida de adulto
Cumplido lo que se debe hacer, no hay más.
Pretensión
Creer que se puede construir el reino de los cielos en este mundo mediante una equitativa repartición de riquezas, creyendo en la bondad original de quienes han sido desposeídos y suponiendo que la realidad se puede transformar mediante palabras y decretos, es algo propio de ilusos e idealistas.
La ilusión consiste en pensar que la materialidad llena el alma, que los recursos materiales con los que se cuenta para llenar a todos son ilimitados y que la virtud nace de los despojos accidentales, porque no es lo mismo dejar todo a ser privado de los bienes materiales.
Además la idea de que todo se puede modificar al hablar mucho y decretar más coloca a la palabra del hombre al mismo nivel de la palabra de Dios, de modo que no es de extrañar la presencia en el mundo de seres parlanchines que se pretenden salvadores del hombre, casi dioses y por tanto dignos de adoración y flores carentes de la espina de la crítica.
Maigo
Estridencias
La guerra había pasado y ya se volvía a gestar. Hubiera sido difícil saber si se estaba planeando; ningún susurro se escuchaba, pese al dominio casi total del silencio. La guerra anterior terminó con una paz silenciosa de ambos bandos. El acuerdo principal fue ese: el silencio. El ruido llegó a un extremo que separó en dos grupos perfectamente distinguibles a toda la humanidad. Cada uno defendía su modo de vida. La violencia acabó con la mitad de la población. Hay quien dice que todo comenzó con la incapacidad de llegar a consensos, de poder dialogar. Pero lo más probable es que no se supieran canalizar las provocaciones. En redes cada grupo avisaba dónde estaría para planear el ataque; el grupo rival asistía al evento y comenzaban los enfrentamientos. Siempre hacían lo mismo. No eran emboscadas, eran simples provocaciones. Al principio las armas eran los puños, pero, cual si fueran descubriendo la técnica armamentista, posteriormente usaron piedras, luego armas de fuego, para finalizar con bombas. Los cadáveres cubrían las calles, pues enterrarlos era peligroso, además de que quitaba mucho tiempo. Cada batalla dejaba más muertos, la mayoría caían por debilidad. La situación se volvió intolerable cuando las enfermedades mataron a más que las sangrientas y prolongadas batallas. Los líderes de cada bando llegaron a un acuerdo: la paz se sostendría si nadie emitía su opinión. Si alguien osaba violar el acuerdo, sería fusilado enfrente de todos. Para que nadie dijera nada, habría vigilantes compuestos por ambos bandos en partes iguales. Era importante mantener el silencio para que se escuchara la más mínima palabra. Hablar era un lujo peligroso. A los niños se les tapaba la boca con un algo semejante a un bozal decorado con caricaturas de los tiempos antes de la guerra. La única música permitida serían las pisadas. La internet quedaba prohibida. El papel sólo se usaría para lo más básico. Sólo los líderes podían escribir. Los libros hacía tiempo que no tenían sentido para nadie. Al principio de la más cruenta censura que la humanidad hubiera experimentado no fueron pocos los que se rebelaron, aquellos que estaban totalmente en contra de los acuerdos establecidos. Pero como los muertos eran menos que en las batallas, poco a poco fueron apagándose las ganas de la rebeldía. La paz llevaba mucho tiempo funcionando. Las miradas cada vez eran más amenazadoras. Parecía que era la única expresión de rebeldía, lo único que mostraba el anhelo de vivir mejor. El tiempo pasó y el olvido se impuso. Casi nadie recordaba por qué se habían dejado de hablar, por qué había guardias que tenían en el pecho, en el lado del corazón, una boca tachada. Pero había pasado tanto tiempo que ya nadie podía leer, nadie podía escribir y ya nadie sabía cómo hablar. Hasta que un día se escuchó un recio balazo y un profundo grito de dolor. De la boca de una persona asesinada extrajeron un pedazo de papel que nadie entendió, pero que decía “Nunca cayará lo nunca cayado”.
Yaddir
3 – Los niños temblorosos
Ayer fui a una exposición de pintura y ahí encontré La muerte de Sócrates de Jacques Louis David. Digo que la encontré, aunque sabía que estaría expuesta. Y es que no había visto la pintura. No en serio. Si uno ha visto La muerte de Séneca de Rubens, se encuentra prisa, disgusto, ajetreo del espíritu. Máxima premura. Todo encerrado, encima. Es la muerte caliente, la que expira bocanadas húmedas que queman los labios. Ojos empañados, perdidos en un bosque de sombras. Un par de figuras, soldados de variada importancia, penden sobre Séneca con el filo de verdugos sombríos. Rápido, rápido ha de escribir al dictado quien escucha las últimas palabras del reputado filósofo. Muerte de ojos llorosos. No es así en la pintura de David. En ésta en cambio, todo parece venir de un respiro anhelado en una memoria calma. Sollozos, resignación, cadenas rotas, desesperación, dioses embelesados por inciensos, noble entendimiento: todo está tejido en otra tela que la que se mira. Abierta, como la vista que la mira por primera vez. Ojos que aprenden a ver. Me pregunto si así se la habrá encontrado David. «La muerte no es temible». La muerte no es temible. Temblamos sin embargo, como niños. Es la turbación en que añora el corazón que llega a casa. Quiere el pintor (y el mismo observador va pintando) que Platón le cuente un cuento porque flaquea su confianza. Porque le falta fe. Por supuesto que él responde. Los ojos aprenden a mirar la añoranza. Escrita, en el piso pétreo de la escena, parece estar la conversación. El hondo respiro, la brillante mirada que ahora es más, que no se deja oprimir. No fue dictada sino descubierta con las propias manos. Él mismo tiene cubierta la boca. ¿Por qué? ¿No somos todos niños junto a la sabiduría?
En pluma azul, sin fecha, debajo de esas últimas palabras se lee «Recuerdo haber leído en un cuento de Borges que ser inmortal es trivial porque todo ser lo es, menos el hombre, y que las religiones están pobladas de quienes no pueden creerse inmortales».
Proteófilo Cantejero
Dignidad
Decía un naco francés que «el infierno son los otros».
Decía un naco mejicano que «los violentos son ellos».
No entiendo, de verdad, ¿por qué esa hambre urgente por degenerarse y unirse a la fila de los que acusan? ¿Por qué perder la vergüenza de violentar a lo pendejo, como si fueras un «school shooter»? ¿De verdad se vive mejor aislado, desconfiando del «otro»?
En fin, no entiendo, por qué un grupo de personas se uniría gustoso a cantar y a bailar con coreografía bien dirigida, la nueva onda de este himno de odio, con sus rítmicas y pegajosas notas de «el violador eres tú».