6 – La calma y el relajo

En este mundo hay grupos grandísimos de una sola lengua que rebasan fronteras de países, que podrían llenar un continente si no nos dejáramos disuadir por las naturales variaciones regionales. También, cosa que me parece siempre harto curiosa como hispanohablante, hay pueblitos pequeños que comparativamente no tienen casi nada de gente y que mantienen un dialecto único, pronunciadamente separado de los colindantes, incluso si en el país del que forman parte la lengua oficial es otra. Viví en un pueblito como éstos durante una temporada. Logré que los lugareños se acostumbraran a mi presencia y resultaron increíblemente amistosos, incluso curiosos de algunas de las peculiaridades de mi educación. No dudo que haya lugares enteros poblados de xenófobos, pero éste no era así. Era tradicional, definitivamente, sin embargo no era parte de sus tradiciones dudar del valor del intercambio. Además, cuando un forastero –palabra que siempre me recuerda las películas del Viejo Oeste– como yo, intentaba hablar su dialecto, lo tomaban como un cumplido y se complacían hasta en los errores. Noté, sin embargo, una diferencia radical a la que nunca pude adaptarme y de la que no hubiera esperado que se adaptaran a mí tampoco.

Se trata de la idea de descanso. Al principio no entendía bien por qué, por ejemplo, esta gente veía mal a quien lavaba su carro los domingos o a quien organizaba una parranda al terminar la semana laboral. Varias veces perdí un poco del respeto que con tanto esfuerzo me había ganado de mis vecinos, sin tener idea de por qué. Después me enteré de que era porque silbaba «demasiado tarde», un hábito que tengo al caminar a solas. De donde yo vengo, cuando uno tiene ocasión de descansar, se relaja. Esto, no hay duda ni en la palabra, no podría ser más cercano al relajo. El relajo es un componente fundamental de mi cultura: no solamente en el hecho de que el juego y la broma son partes capitales de la comunicación, de la expresión de las relaciones personales, de la expresión del ánimo, incluso es muchas veces motor de la interacción pública. El relajo es para nuestro sentido del humor como el queso para una quesadilla. ¿Cómo puede entenderse en qué sentido una interacción entre cuates puede mantenerse en niveles peligrosos de burla mordaz sin llegar al insulto, si no es porque se hace «nomás por echar relajo»? Una buena conversación a voz alzada, una reunión para ver el video de un concierto, una noche caminando entre bares, o simplemente un fin de semana limpiando la casa mientras uno escucha buena música; todas éstas son cosas que para mí resultan de lo más normal cuando quiere descansar. Bueno, pues en este lugar nada hay más alejado. Puede uno practicar estas cosas, por supuesto, y pueden reconocerlas como actividades agradables y divertidas, pero nunca como descanso. Las ven como esfuerzo, como trabajo extra. Todo lo que «suena» tiene potencial de ser excesivo para esta gente. Lidiar con los sonidos del prójimo parece tener sus ventajas, pero también interferir con la santa paz que ellos esperan del descanso. Por eso la fiesta puede ser todo lo necesario que se quiera, pero cuando uno asiste, sabe que no descansará. Una vez fui regañado en un camión lleno de viejitos, a las 11:00 de la mañana, porque me llegó un mensaje de voz al celular. Apenas podía escucharlo yo mismo, pero a los dos segundos de que empezó a sonar me gritó el conductor –a un volumen de muchos más decibeles que mi mensaje–: «¡¿qué no sabe usted que hay audífonos?!». Para ellos, el descanso está hermanado de la calma al punto de causarles ansiedad. Como si el sonido de los alrededores estuviera ensuciándoles los pocos momentos que tienen para relajarse.

Puede decirse que es extremo; pero es verdad que la ausencia de sonido y la calma no son lo mismo. Lo primero es inhumano, lo segundo puede hacer mucho bien. Lo malo es que como se parecen se confunde uno, y más cuando viene de una cultura escandalosa como es mi caso. La calma parece ser una tranquilidad en la que el viento se está quieto, en que hay un cese al vaivén. Es el mismo sentido en que ausencia de sonido y silencio no son lo mismo, porque sólo puede haber silencio ahí donde puede haber palabra. Escuchar al viento es importante para llevar una vida abierta al resto del mundo, así como también es cierto que no se puede vivir humanamente cuando el alma es tormentosa. Lo mismo podría pensar en un contraste análogo, pero en una situación más familiar: no se puede vivir humanamente en la monotonía ansiosa de ése a quien todo preocupa y, por eso, jugar, bromear y ser algo exagerado hace que la vida tenga sabor. Esto segundo tal vez es muy obvio para la gente de donde yo crecí. Ahora bien, si pensamos en la calma, ésta no es un vacío porque en tal cosa no puede haber vida que descansar, no hay nadie que repose. La idea contraviene los modelos abstractos de cuerpos inertes en el espacio, pues nada que no pueda moverse por sí mismo (y ningún cuerpo abstracto puede hacer tal cosa) puede reposar. Si se me tratara de convencer de que el descanso debe ser la ausencia de sonido pensaría que esta gente está loca y que no sabe divertirse, diría que se creen cuerpos y no animales. Quizá muchos visitantes piensen eso al principio, antes de entender a la gente de este pueblo; pero aunque me es extraño, ahora veo en esta comparación por qué funciona así. También al revés, podría esto explicar por qué ahí se tiene el prejuicio de que gente como la mía es «caótica» cuando más bien se trata de estruendo, drama, chiste y fiesta. Es llamativo que puedan existir dos culturas que descansan, la una moviéndose en el relajo y la otra relajándose en el reposo; pero nada me sorprende que digan, aunque sea yo un espécimen pésimo para dar cuenta de esto, que donde «ellos» caminan en silencio «nosotros» bailamos y cantamos. Me gusta pensar que en medio hay suficiente espacio para sentarse a platicar.

Proteófilo Cantejero