Ya he pensado antes que las historias de viajes en el tiempo son una extensión de un deseo desenfrenado. No se trata éste de un pensamiento original, lo sé. Es de provecho decirlo de todas maneras, porque no recuerdo cuándo fue la última vez que tuve una discusión fructífera al respecto. Quizás sea demasiado tarde. Estas historias suelen ser consecuencia del carácter irrestricto por el que esa inclinación que tenemos a que nuestra vida sea de cierto modo se duele, pues le falta el poder para cambiar decisiones ya tomadas y borrar eventos ocurridos. Todos hemos sentido el aguijón del hubiera. Ya una vez leí por ahí que ese penoso subjuntivo, en contra de toda sabiduría placera, de hecho sí existe. El argumento era que es una parte fundamental de nuestra vida humana la saludable expresión del deseo de futuro, de la disposición para una mejor vida. Venga, pues, bien dicho. Todos nosotros tenemos muy presente en nuestras vidas ese deseo doloroso. Pero hay que decir mucho más. Mucho más por cuanto debe hablarse del exceso. El exceso de ese deseo y la incapacidad de admitir que nuestro poder no da para hacer guerra contra la necesidad es lo que se desahoga en cuentos de viajes en el tiempo. Da igual si hay o no «hubiera», el tipo de alma que se manifiesta en la leyenda del Fulano que pudo volver al pasado a evitar la muerte de quien amaba, es uno que no ha podido cejar del todo. Que no quiere vivir el mundo. La posibilidad que se saborea de que las cosas no sean lo que son es demasiado grande para que regrese a sus casillas. Estos cuentos también tienen otros placeres aunados por supuesto. Es claro que no se trata exclusivamente de fantasías de realización del imposible «de otro modo». Hay un desafío a la inteligencia para calcular, por ejemplo, o una agradable invitación a la imaginación y la memoria para asir una totalidad donde las partes no están ordenadas en el orden en que se presentan. Es de una extraña satisfacción admirarse de quien puede mirarse a sí mismo más joven y decirse todo lo que debía haber sabido cuando todavía era útil aprenderlo. Y además, debe uno decir que los cuentos de viajes en el tiempo no son los únicos haciendo esto. ¡Ni que se hubieran inventado los deseos humanos estos últimos siglos! Los cuentos de magia o portentos divinos siempre han tenido un poco de esta misma fantasía infantil. Es más, la distinción entre la magia de los premodernos y la ficción de la «ciencia ficción» es puro cuento, propagado por nosotros mismos por esa placentera vanidad por la que nos creemos mejores que nuestros antepasados. No deja de tratarse de propaganda. Es, pues, infantil, y lo es porque es inmaduro quien no ha aprendido a controlarse a sí mismo. Hay deseos dolorosos de muchos tipos: de cosas difíciles, de cosas impropias, de cosas lejanas; pero desear lo imposible sin tener control sobre uno y no saber la diferencia entre deseos (o no saber que hay diferencia) es un mal que nos puede cegar de la vida humana. El gran peligro, por supuesto, es perder la dignidad. Así también puede el necio que desea sabiduría –nada lo impide– querer adelantar el tiempo: hacer que ya haya pasado todo el trámite, todo lo que sufrirá quemando pestaña, leyendo y aprendiendo hartas maravillas, discutiendo, escribiendo artículos para renombradas revistas internacionales… Tremenda estupidez. No solamente confunde lo posible con lo imposible, sino que peor, confunde lo deseable con lo indeseable: ¡cree que quiere un inventario! Ahora, no se me malentienda, no tengo nada contra que se cuenten tales historias de viajes en el tiempo ni soy tampoco ajeno a sus delicias. Y menos todavía me engaño suponiendo que, incluso si tuviera algo contra ellas, podría hacer algo para evitarlas. Después de todo, ya están ahí escritas, diga yo lo que yo diga.
Proteófilo Cantejero