Ese hombre enfermo se revolvía en el amplio diván de cuero rojo recién tapizado, sus cabellos mojados por el sudor del terror onírico cubrían su frente antes despejada. Sus bellos ojos, en otro tiempo perspicaces, parecían presas de un vértigo aún cerrados. Él soñaba y el sol acariciaba sus mejillas de marfil:
Ya pequé tanto como me era posible, tomé a una niña por mujer, la martiricé hasta el cansancio. Me embriagué con los jueces y alguaciles que llevaron mi caso. Recibí elogios y disculpas al salir del tribunal. Pronuncié mi discurso triunfante al pie de la escalera y conmoví los corazones diciendo así: «Habría soportado castigos y penas con tal de saberme culpable, pero no lo soy, y aún quiero sufrir si ese precio he de pagar para saber quién fue el que mancilló la inocencia. Por lo pronto, adoptaré al hijo, y a ella le daré santa sepultura.» «Eso haremos todos, acoger al huérfano y venderle bicocas.» Mi mentira se volvió canto universal. Al hablar así yo mismo me creí un héroe, -¿ves hasta donde llega mi cinismo?- pero me dije al punto, estás mintiendo, viejo choche.
¿No hay freno para mí?
Todo esto he podido y Tú no llegas. Todo hombre sueña con verte y que le digas cuál es el camino, el verdadero camino. Pero dicen que tu música es ligera. En mí nunca ha sonado más que esta canción: «Yo puedo, sí, sí, yo puedo, Él no está, tocaré a su puerta, Amado mío ven, el corazón rebosante, la sonrisa dulce yo te ofrezco, ven ven. Él no está y me dejó esperando. Haré un incendio para que me vea si está lejos. Me encargó su casa, prenderé fuego. Mataré a mi hermano. Sí, sí, yo puedo» Tenía una flor de fuego que deshojé en tu nombre. Nunca oí Tu voz. Acabé en silencio, a obscuras, desenfreno.
-Iván, he estado mintiendo, ¿por qué no me detuviste?
-Sabía que usted mismo se detendría.
-Mientes, no lo has hecho porque me desprecias… Aliosha, no ames a Iván.
-¡Deje de decir eso! Aliosha y yo le queremos, también Dmitri, sólo no mienta más. Más… más.
La ensoñación se disolvía en el caluroso sol de julio. Iván abrió los ojos desmesuradamente grandes a causa de su enfermedad. Sentía fatiga y miedo, pero no un miedo corriente como el de los niños al coco, sino miedo como desesperanza. Como si hubiera perdido algo insustituible, alguna oportunidad valiosísima.
Ya habían pasado cincuenta días desde la huida de Dmitri a América, pero Iván no había superado las fiebres nerviosas. Su aspecto era el de un muerto, enjuto, amarilla la piel, los huesos de las manos pálidas eran visibles. De vez en cuando dormía, pero prefería no hacerlo, este sueño de la mentira y el recuerdo de haber ayudado a un pobre borracho en la nieve siempre lo despertaban. Sudaba y Jadeaba. Katerina había encontrado en eso paciencia, esperaba su recuperación. Ya no anhelaba el honor de ser la martir presa del canibalismo karamazoviano, el anhelo de gloria desapareció conforme fue rindiendo su voluntad al cuidado del enfermo.
Esa tarde entró con una sonrisa muy pícara a la habitación. Su dulce cara por la que corrieron lágrimas de dolor había adelgazado mucho, pero conservaba la belleza, era más guapa ahora, pues miraba sin orgullo o afectación de otro tipo. En todo era franca. Traía bajo el plato de sopa una carta de Aliosha.
-Toma, esto te hará bien, dijo significativamente, pero Iván lo advirtió y le dijo, -habla claro, mujer. Ella sacó la carta.
Iván leyó con sus ojos vidriosos. Es Aliosha, está en Inglaterra, piensa trabajar en una fábrica, pero dice que allá todo es como un hormiguero. Cada uno levanta un cuarto en la torre de Babel, niños como Kolia ya fuman, y los padres traen a los hijos para que ganen el dinero de su propio licor. «Esto es tuyo, esto es mío, cada uno su copa.» Ríen, beben, trabajan juntos. Me pregunta si la fraternidad sólo es posible en nuestra santa Rusia o aquí también se construirá la torre, el hormiguero social, la falsa hermandad. La carta terminaba prometiendo más notas sobre el verano.
Sintió terror y asco, también gran deseo de abrazar a Aliosha y Dmitri. Todo junto corrió por sus venas. De pronto creyó oír: «Él me dejó esperando, hice un incendio, maté a mí hermano, bebí la sangre, porque puedo y Él no está».
-Debo salvar a Aliosha, dijo entre estertores.
Otra vez la fiebre, advirtió Katerina Ivanovna mientras rezaba y ponía vendas húmedas en la frente de Iván. El sol ya no estaba tras la ventana, había llegado al zenit.
Javel
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