9 – Los orgullos

Hay un lugar del mundo en el que los hombres se sienten orgullosos de su carencia de orgullo. Es verdad. Toman precauciones para nunca reconocer valor en los actos patrios, se cuidan mayormente de no andar regando por error palabras que honren la bravura de otros como ellos y hasta se avergüenzan colorándose cual fresas llegado el triste caso de que alguien los vea satisfechos por recordar hazañas que enaltecen su tierra. Quizá se alabe cada uno a sí mismo, pero arrogancia no es honor. Existen tales hombres y yo los he visto. Celebran las banderas ajenas como participando en broma de un juego absurdo que han observado en otros lados, pero entierran la mirada si es suya la bandera que se iza. Clavan los ojos en esa tierra suya que tiene las entrañas plagadas de rencores que nunca reventaron, así como las patrias aledañas tienen los de ellos escondidos, también esperando. Qué vergüenza. En una ocasión escuché a uno de estos hombres hablar mal de otro, pues conocía la letra de una vieja canción que apestaba a nostalgia. En este lugar del mundo, la gente tiene prohibida la nostalgia. Dolor por el hogar. Y curiosamente es la prohibición la que apaga el hogar con dolor para que ya no crepite, que se arraigue el frío, y que nadie lo admire de lleno, la que se abalanza a plantar nuevos rencores a ver si ahora sí no revientan. Pues conviven estos hombres fantásticos con otros, feroces, descarados, que quieren reventarlo todo. Qué vergüenza. Nostálgicos perseguidos, nostálgicos escondidos, nostálgicos desbaratados. Es profunda la tristeza, un desprecio de sí mismos que les agria cualquier logro y les hace ceniza los acuerdos. Si algo llega a haber de eso, se lo atribuyen a la fortuna. Qué extraño lugar del mundo es éste, en el que los hombres aprendieron a despreciar la guerra prohibiendo aprender a apreciar la paz.

Proteófilo Cantejero