Rezaba una antigua superstición, motivo de gran peso para insistirle a mi hombre a que nos perdiéramos en el desierto, ya saben, para él fue solo un capricho de mujer, una fantasía romántica que terminaría por permitirle demostrarme su virilidad y capacidad de mantenerme protegida y querida; mientras que a mí, bueno, me permitiría explorar la veracidad de aquél dicho.
Las ansias de que llegara el momento para poner a prueba mi intención escondida, superaban por poco la sed que empapaba minuto a minuto nuestra loca aventura y nuestra ropa por igual. Sin embargo, debí ser paciente, debí, incluso fingir que las interminables dunas y los deslumbrantes espejismos que abundaban tanto como la arena, eran demasiado entretenidos. Y aunque sí, eran una experiencia única en la vida, la maravilla de lo nuevo nunca alimentar el hambre de diversión, que como ciudadano del siglo veintiuno, había aprendido a mantener viva a toda costa.
Comprenderán que para él, la aventura era emocionante, claro, lo mantenía en curso como la zanahoria a un caballo, la promesa de explorar mi sexualidad en un ambiente completamente salvaje, sin límites y sin ley. A mí, eso era lo que menos me importaba, quería saberlo todo, quería (como hice en otras ocasiones) poner a prueba el conocimiento antiguo sobre una de las verdades del ser humano: El agua, como principio fundamental de la vida, el agua, como motor de voluntades y preservador del espíritu de la civilización.
Como había acordado, las primeras dos noches, que fueron, donde todavía teníamos energía y la desazón del calor interminable seguía siendo parte del juego de la aventura; se perdieron en el mismo cotidiano y tedioso encuentro sexual que bien pudimos haber tenido en un miércoles por la noche cansados de voz y mente por la labor diurna del ingrato quehacer de la educación media superior. Sin embargo, a mi hombre, como si fuese un niño, seguía emocionándole la idea de poseer a su mujer cada vez que su instinto se lo dictara. A mí, por otro lado, no era muy distinto al repudio que me causa la comezón en uno o ambos de mis senos.
La tercera noche, bueno, fue la que me trajo hasta acá. Acampamos como los dos días anteriores a un lado de la vereda, dejamos los camellos amarrados a las estacas que servían de columnas para nuestras tiendas. Esperé a que los guías apagaran la luz de su propia tienda y fingiendo un desgaste exagerado, pasé de mi deber sexual, endulzando los oídos de mi hombre con mentirillas sobre ideales románticos y escenarios imposibles. Mismos que terminaron por cansarlo y noquearlo mucho más rápido que un buen polvo bien acomodado. Por supuesto, yo no iba a poder dormir, ¿cómo hacerlo cuando justo se acababa de presentar la oportunidad de poner a prueba lo que ansiaba saber?
Al igual que una chiquilla descubriendo el amor, el corazón me latía con tanta fuerza que temí por un momento que su ruido fuera a despertar a nuestros guías antes de tiempo. Uno a uno, procuré ponerlos de pie, sin despertarlos. Por suerte para mí, ninguno de ellos despertó, aunque para mi infortunio, ninguno de ellos pudo ponerse de pie. Mi hombre incluido, solo balbuceó un par de palabras irreconocibles, me abrazó, me besó la frente y me recostó a su lado.
No podía esperar otra noche, nuestra pequeña aventura terminaría al atardecer y no habría momento para poder volverlos a tener dormidos y a merced de mis caprichos. Por suerte, contaba con un plan “B”, una alternativa que si bien, torcía un poco el dicho, podría servir para ponerlo a prueba.
Una vez que pude deshacerme del brazo que me aprisionaba contra el petate sobre el que yacíamos, me puse de pie, y entre las sombras me puse a buscar mi bolsa, mi cuaderno de apuntes, y sobre todo, esa composición de yerbas que me habían asegurado el árabe que me la vendió, me permitiría tener sueños lúcidos.
Según aquella enseñanza antigua, si un hombre era puesto en pie mientras dormía, buscaría instintivamente y por razones metafísicas la fuente de agua más cercana. Yo, que no que no tengo de varón más que a una pareja, pensé que podría ser suficiente. El plan era muy sencillo, me drogaría, y conduciría mi cuerpo a través del trance hacia donde éste quisiera ir. Si las cosas sucedían como esperaba, me despertaría el helado beso del agua empapando mis pies, y solo sería cosa de seguir mis pasos de vuelta al campamento. Si, por el contrario, las cosas no funcionaban, el calor de la mañana me despertaría (o incluso si la droga terminaba antes de yo lograr mi objetivo) y el proceder de vuelta a la tienda, sería la misma.
Las mujeres no se hacen a la mar, supongo que eso es cosa de hombres. Supongo también que de haber tenido genitales distintos, ahora estaría en un oasis o en algún tipo de río. Las mujeres, me he venido a enterar por las malas, buscamos el calor. Ansiamos la llama tanto como el poeta a la belleza. Es por eso que, bueno, soñé bajo los efectos de aquella droga, encontraba en mis entrañas un fuego primordial. Fuego mismo que los dioses nos habían regalado para reproducirlo, y con él, comencé una fogata, que ardió tan alto como la luna, tan insaciable como el deseo. Y fue tan grande y tan alto, que terminó por consumir mi campamento, mis huellas, mis camellos y a mis guías. Y ahora, cinco días después, me encuentro en la parte más ardiente del desierto, y el calor se ha convertido en mi segunda piel, y el hastío de la civilización me parece lo más lejano del mundo, y la emoción se ha vuelto el pan de cada día. Dejo estas notas, porque no estoy segura si he de morir en algún momento, pero más que eso, me aterra dejar de ser humano en cualquier momento. Procuro guardar mi condición de animal racional entra las líneas de tinta seca que yacen sobre este cuaderno. Y espero, que sea suficiente, para dar razón no solo de que aquél dicho es falso; sino también para explicar qué fue de mi, y de mis acompañantes, en caso de que algún desafortunado encuentre estas notas a mitad del desierto.