El hombre moderno vive atrapado. Él es su mismo captor, además. Pero esto no le avergüenza. Se ocupó de no poder sentir vergüenza nunca más. Lo consiguió perdiendo la cara y, aunque suene fácil, no lo es tanto. Perder la cara tiene sus dificultades. Empezó desconfiando de la palabra, con lo que poco a poco la voz se le fue degradando. Hubo que desestimar muchas miradas y que obviar muchas razones antes de que el efecto fuera de verdad notorio. Ayudó solamente fijarse en los efectos y olvidarse de las causas, por cierto. Cuando ya sólo bramaba, entonces sí ya no tardó tanto en olvidarse de la expresión. De ahí dejó de haber qué hacer sonar y personar; al fin, se convenció de que no había ningún mundo que encarar. Repito, no fue fácil, pero de hecho no lo hizo a propósito. Fue una de esas muchas suertes ya insondables que sufrió el hombre moderno por haberse atrapado a sí mismo entre el febril anhelo de un futuro rebosante con los frutos del progreso y la melancólica añoranza por un pasado sencillo, dorado. La trampa del hombre moderno fue medir ambos por sus placeres. Ah, generaciones enteras abocadas a luchar por regresar a lo que era; y lo que era, eran generaciones enteras luchando por lo mismo. Los placeres de la comodidad. Ah, vidas consumidas, apostadas de espíritu entero al momento venidero en que todo lo invertido se podrá cobrar con creces, mieses e intereses. Los placeres de la facilidad. Fue un moderno de hueso colorado quien distinguió entre salvajes y bárbaros. Los primeros odian el arte, los segundos odian la naturaleza, enseñó. Él, civilizado que se creyó, amó más bien ambos, pues sometió a la naturaleza con su arte y así quedó la naturaleza embellecida, llegada a ser lo que ella sola nunca fue. Valiente amor. ¿Y dónde queda tal civilización? No se le halla entre naciones donde el mismo hombre moderno es el que se desbarata en la crueldad salvaje de no poder tener claridad sobre la vida. Y esto además lo logra con armas de obscena barbarie, con las que aplasta al que le toque estar de paso hacia la constante mejora del alma sofisticada. Civilizado que tuvo que reinventar la civilización, como en mucho más, el hombre moderno se atragantó de análisis. Son estos su nueva necesidad, su sed y hambre. Sed de antes, hambre de después. Voraz cada una. Así, el hombre moderno vive atrapado porque quiere apoderarse de todo y, sometido al poder, es él su mismo captor.
Proteófilo Cantejero