Respuesta ante la emergencia

Respuesta ante la emergencia

Durante el gran incendio en Roma, Nerón tocó la cítara, y pensó en que este suceso le ayudaba a transformar la capital del mundo, sería una transformación para bien y le permitiría mostrar su grandeza ante todos: con la construcción de una colosal estatua levantándose de las cenizas de edificios y personas.

Lo que no pensó el tirano del mediterráneo, es que su colosal proyecto tenía los pies de barro y que su gobierno caería, más que por otros, por propia petición a manos de un esclavo.

Lo que no pensó es que el buen recuerdo que quería dejar para la historia se perdería por la teatralidad, que lo caracterizaba, y pasaría al recuerdo de todo el pueblo romano como un loco incapaz de responder adecuadamente ante las emergencias.

Maigo

Vida en pantalla

Vemos y grabamos. Grabamos para volver a ver. Preferimos la repetición previsible a la sorprendente experiencia. Queremos presumir, presumirnos, fingiendo compartir.

Hijos de la televisión, al tener un espejo negro portátil nos hemos independizado. Ya no dependemos de las grandes cámaras, de las grandes cadenas. El celular es nuestro. Vemos una y otra vez aquello que nos suscitó la suficiente sorpresa para ser grabado, y que por quedar registrado ya se volvió importante. Todo lo que se grababa, lo que veíamos, sospechábamos que era importante porque resultaba interesante. Muchas de esas imágenes remotas eran históricas; otras tantas sólo repetitivas. La pantalla de nuestra casa nos entretenía y sorprendía. Posiblemente, podríamos pensar, las pantallas sirven para entretener para regalar sorpresas. Lo mejor era que nos sentábamos en nuestro cómodo asiento, encendíamos la televisión, presenciábamos, por ejemplo, un bombardeo, y así pasábamos tranquilamente las horas viendo imágenes que ni siquiera teníamos que buscar, nos las ponían.

Grabamos con la emoción de ser momentáneamente famosos o, para utilizar un adjetivo ambiguamente peyorativo, grabamos para ser virales. Se cree, no sin justicia, que una grabación podría contribuir a la justicia, como en los noticieros donde presentaban pruebas en video de sobornos u otras fechorías. A veces pasa. Una grabación ayuda a resolver un crimen o frenar una injusticia. A veces estimula la violencia, el cinismo, la desfachatez y la astucia. Descontextualizada, la grabación podría dar paso a la injusticia. Poder grabar cualquier cosa hurta el derecho de errar. La privacidad se ha violado con los celulares.

No deja de sorprenderme el afán de ver casi todo a través de la pantalla. Hay un espectáculo, podemos disfrutarlo, pero en su lugar preferimos sacar el celular y picar el botón rojo para grabar. No confiamos en nuestra memoria, la desdeñamos. Dejamos de ejercitarla confiados en el video guardado. Pero perdemos la experiencia del momento: dejamos de disfrutar las imágenes y la música (o cualquier otra forma de arte), el ambiente enardecido por los artistas. Volvemos a checar que todo se vea bien, y nos perdemos un momento irrepetible, un momento histórico, una proeza que bien podríamos narrar para explicar lo que en ese momento nos provocó. Posiblemente la captó el sonido, pero no la vimos por estar con la vista fija en la cámara. La historia se ha reducido a un puñado de pulgadas.

¿Cuántos gigabytes se han perdido en eventos reemplazables?, ¿cuántos momentos hemos exagerado por grabarlos? Queremos compartir, o al menos eso podemos hacer ahora; en lugar de que vean 100 un espectáculo, pueden verlo 10 000. Pero pocos graban algo que vean más de 10 000 000. Casi nadie graba algo con su celular que alcance siquiera a duplicar esa cantidad. Pero aunque se sobrepasen dichos números, la cantidad no representa relevancia ni importancia. Viendo nuestras grabaciones se nos va la experiencia, se nos va la vida.

Yaddir

Nosotros los pobrecitos

Los pobres somos bien chingones, ¿a poco no? Sabemos vivir con dos pesos en la bolsa, nos enorgullecemos cuando logramos hacer algún negocio que requiriera poco o nulo dinero, podemos arreglar todas las cosas de la casa nosotros mismos, y tener todo lo del internet sin pagar por los derechos de autor. Sabemos también apreciar las cosas que tienen valor en la vida, las que no se pueden comprar, las que podemos compartir y que no dependen del valor del dólar o el petróleo (que se saca bien fácil, igual que sacar agua). Sabemos, también, por sobre todas las cosas, elegir a los mejores presidentes para que nos gobiernen.

Hay una postura que volvió discurso del día a día, esta forzada costumbre de llamar fifí al que no es prole. Expandiendo esta creencia aldeana de que tener dinero está mal, y de que los ricos son malos. El problema es que al igual que definir quién es justo y quién no lo es, saber quién es rico y quién no, es una complicación. Basta con que el vecino traiga unos Jordan, para que sea más rico que uno que no los tiene, y de ese modo, podemos señalarlo y apedrearlo como “fifí” y pendejo. ¿A poco crees que tu jefe es fifí, solo porque tiene mejor puesto que tú en la empresa? No pretendo defender en esta entrada a la clase media o alta o media alta, sino a la baja y más baja y medio baja. Porque este discurso de que existe algún grupo de la sociedad que son los “fifís” (que son bien fáciles de identificar) y que además por eso deben ser rechazados y, por si fuera poco “nos quitan nuestras cosas” y por ende es bueno y recomendable que nosotros les quitemos sus cosas (que eran nuestras) es un desmadre que no lleva a ningún otro lugar más que al infierno.

Nosotros los pobres tenemos el complejo de no tener nada, de no poseer otra cosa más que la sabiduría de las calles. Nos sentimos orgullosos por saber andar en tepito y porque en nuestra colonia no nos roban (los otros pobres, no los fifís, esos no entran a nuestra colonia ni saben andar en tepito porque los roban). Nos reímos de quienes no saben andar en metro, de quienes necesitan más de treinta varos para vivir al día, y de quien no ha probado una guajolota o no gusta de comer tacos de tres varos. Sabemos divertirnos, beber hasta caernos al suelo con menos de doscientos varos, y por supuesto disfrutar de lo bueno de la vida. Nos burlamos de los ricos porque necesitan que todo les hagan, les arreglen el grifo de la cocina, les destapen el baño, les cambien las chapas de las puertas, y para ello tienen que pagar (¡qué tontos!) a los pobres por cosas tan sencillas y tan básicas. En ese sentido somos superiores infinitamente. Los pobres poseemos el único recurso que tiene valor de verdad porque nosotros “sí nos la sabemos”.

Luego, podemos pensar sin mucho problema que los fifís (que no necesariamente son ricos) son mucho más tontos que nosotros, porque gastan en cosas que no deberían gastar porque son muy sencillas de hacer. Y es que ellos no poseen la sabiduría ni el tiempo para desarrollarla, se la pasan trabajando, mientras que nosotros los pobres, al mismo tiempo que buscamos chamba, podemos (además de divertirnos y darnos la buena vida sin gastar) pensar y reflexionar sobre la vida. La necesidad nos obliga a tener esta sabiduría, los fifís (cómo odio la manera tan forzada en la que revivieron esta palabra) no están obligados por la necesidad (como si fueran otro tipo de ser, uno no humano) y por lo tanto no tienen que desarrollar las mañas (ninguna), ni aprender, ni ser sabios. Simplemente pueden resolver sus problemas pagando (a los pobres que sí son sabios).

Por supuesto nosotros los pobres somos muchos, y somos sabios. Somos el pueblo sabio, idea que ya nos vendió el naco ése que tan bien nos gobierna y que está tan empeñado en quitarle a los fifís para quedárselo él (que no es fifí), digo para dárselo a los pobres, porque nosotros somos primero (y él es de los nuestros, ¿no?). Ahora que el pueblo sabio por fin hizo su voluntad y puso al poder a alguien que sí puede defender sus intereses (los de él, que dice que son los nuestros, aunque a mí no me interese ni un tren maya ni una refinería), podrá sentarse a rascar su panza y ver cómo despojan a los fifís de sus bienes malhabidos (que eran nuestros). Ahora que pusieron a un presidente que no es corrupto y que le va a quitar lo corrupto a los fifís (y nos lo va a dejar a nosotros) ahora sí, podemos sentirnos felices, felices, felices.

Y ahora que hemos concordado en que los pobres somos los más (porque nos hicimos escuchar) y que los ricos son los menos (porque les están quitando sus intereses corruptos). ¿De dónde verga sacas, pueblo sabio que los presidentes anteriores los votaron los ricos (que siempre fueron menos y más pendejos)? ¿De dónde sacas que los ricos impusieron sus presidentes “corruptos” y que “destruyeron el país” (aquellas veces y ésta por única ocasión no fue así)? ¿Qué no los ricos son pendejos? ¿Qué no los fifís son mucho más tontos que nosotros? (y por supuesto menores en número). ¿Por qué chingados piensas que el dinero y el saber tienen algo que ver, y que el hecho de que tú seas sabio depende de no tener dinero, y de que los fifís sean pendejos y no se den cuenta de que nuestro presidente está haciendo las cosas bien se debe a que tienen más dinero que nosotros?

Nosotros los pobres sabemos regatear, sabemos talonear, si el güey de los chicharrones nos echa poquita salsa, le exigimos que le eche más, de la que pica y le exprima un limón nuevo o le rompemos su puta madre, porque a nosotros no nos va a ver la cara. Si el güey que le cambia las suelas de tus zapatos te los deja mal, vamos y le armamos un desmadre para que nos los deje chidos y además les cambie el color. Sabemos hacer valer nuestro dinero entre los nuestros, y entre los que se quieren pasar de verga. Porque eso sí, con nosotros los pobres nadie se puede pasar de verga, porque les enseñamos la ley del barrio. Esto lo hacemos día con día, ¿por qué chingados ahora resulta que le aplauden al pendejo del presidente el que se esté pasando de verga con nosotros? A poco además de infinita sabiduría tenemos infinita envidia, y nos basta con que se chinguen a los ricos, aunque también nos chinguen a nosotros. Ahora sí, eso si es que de verdad se están chingando a los ricos. Como les mencionaba hace rato, saber quién es rico y quién no, es un pedo. Yo sé que eres sabio, pueblo sabio, pero distinguir a los ricos requiere más sabiduría que la del barrio. Mientras el resentimiento nos nuble el juicio, no vamos a poder saberlo.

Me emputa que nosotros el pueblo sabio aplaudamos las crisis económicas, porque ahora sí, el rico será tan pobre como nosotros, y nosotros seremos tan pobres como los muertos. Me emputa que se crea que somos tan chingones que necesitamos a un fifí naco que dice que no es rico y que es del pueblo, para defender nuestros intereses de los imbéciles fifís.

Déjame decirte, pueblo sabio chingón y pobre. Los fifís son tan pueblo como nosotros, que tengan más dinero no los hace más pendejos, tampoco más listos. Guardemos la sana costumbre que tuvimos en tiempos pasados, de aceptar una sencilla y simple verdad: el pueblo es el pueblo, el gobernante nos quiere y nos va a chingar, nunca va a ser nuestro amigo, ni nos va a hacer ricos, ni nos va a repartir las riquezas, tampoco va a bajar el precio de la gasolina, ni a estabilizar el precio del dólar por nosotros. Creo que entre más rápido comencemos a desligar nuestra chingonería y sabiduría del hecho de tener o no dinero; más rápido vamos a poder defendernos del gobernante y dejar de aplaudirle sus pendejadas. O no.

Pandemia y soledad

Para Olivia.

Sola, casi abandonada y postrada junto al cuerpo, antes rebosante de vida, la mujer que ahora llora se sabe privada del consuelo de dar sepultura a su anterior compañero de vida.

Aunque nunca se desposaron, porque eso sería un desatino, ambos compañeros sabían que al final compartirían el mismo destino.

Ahora la hora de bajar al sepulcro ha llegado y ella se encuentra llena de ausencia, llena de llanto, casi desesperada, casi perdida, casi apagada.

En estos momentos de llanto, ella se sabe madre, sabe que hace tiempo fue esposa y que a sus padres los dejó hace tiempo, pero también sabe que a diferencia de cuando se fueron los ancianos y el terrenal compañero no estuvo sola bajando hacia lo que sería el doloroso depósito de sus recuerdos.

Ahora es diferente, ahora entierra sola a su hijo amado, por la bondad de un ser casi desconocido, ella logra sostener en sus brazos a lo que antes fuera el hijo querido y sin más recuerda que bondad ajena lo cargó por vez primera, y que ahora esa bondad le permite sostenerlo por vez postrera.

Afortunada madre que logra abrazar de nueva cuenta el cuerpo de quien fuera su hijo, muchas ni eso tienen y sin comparar dolores, sabemos que ambas están solas, casi abandonadas despidiendo a los seres queridos sin poder rendirles los funerales merecidos.

Hace mucho tiempo, pudimos ver la dolorosa imagen de María, sola, casi abandonada dejando en el sepulcro a quien fuera su luz, sin ritos funerarios, con prisa y sin descanso, depositaba a su hijo en un sepulcro a la casa lejano.

Sola, casi abandonada, llorosa y triste más no desesperanzada María comprende lo que ahora muchos viven y sienten, especialmente  cuando se quedan en este mundo, y ni siquiera logran dejar con los debidos ritos, propios de un sepulcro a quienes antes vieran rebosantes de vida, a quienes ahora son parte de los rojos números.

Sola, pero no por ello desesperada, María sigue esperando porque ha visto y compartido la fe que viene de donde hay vida, esa que perdura, esa que consuela y que nos salva de la amargura.

Maigo

Días de cuarentena

Nos levantamos pensando que este día va a ser como el siguiente, y como el pasado. No tenemos manera de diferenciar los días. Entonces hay quienes duermen un poco más. También quienes duermen un poco menos. Vemos nuestras redes sociales. Se repiten constantemente videos de gente intentando ser chistosa, de accidentes que terminan en africanos cargando un ataúd mientras bailan con música pegadiza de fondo, mensajes de personas positivas pidiendo ser positivos, de expertos en política mundial que saben con exactitud matemática quiénes son los titiriteros que nos mantienen en casa, de información, se repiten videos que nos muestran cómo es la vida en cuarentena. Pero la vida no es repetitiva. Los enfermos se alivian o empeoran, acrecientan su número y, lo más importante, exhiben al estado. Exhiben la capacidad para tomar decisiones, las instalaciones hospitalarias, los insumos con los que se hace frente al virus. Los opinólogos se exhiben con el ruido de su politiquería. Se exhibe el trato que le echa el estado al personal de salud. El virus exhibe la importancia de un buen sistema de salud. Exhibe que no siempre se les da el justo reconocimiento a los trabajadores de clínicas y hospitales (médicos, enfermeras, especialistas, secretarias, internistas, practicantes). Exhibe la ingratitud de quienes atacan a los trabajadores de la salud porque no quieren enfermarse; peor aún: se exhibe que hay miserables que prefieren dejar morir a sus vecinos que permitirles se atiendan en un hospital público. Exhibe la vil ambición de proveedores (de equipo médico e insumos básicos), quienes se aprovechan de la emergencia sanitaria para generar dinero. La pandemia exhibe nuestros límites: lo que podemos hacer y de lo que somos incapaces.

Yaddir

13 – La duda del corazón

Hoy caminé con un conocido que hice por unas lecturas en común. No compartimos ni lengua materna ni segunda lengua, y aún así, nos las arreglamos para decirnos algunas cosas a veces. Hablando así de tropezadamente, anduvimos un rato por un bosquecillo contiguo a la universidad a la que vino de intercambio. Hablamos sobre la carencia de claridad de nuestros días en lo dicho, sobre excesos o faltas en la palabra compartida, sobre obscuridades que parecemos hacernos de puro gusto, como si no estuviéramos ya conformes con la penumbra como está y hubiera que espesarla. Y en ello, me contó sobre su país y estos días. Un lugar lejano; tal vez no en los mapas, pero sí en mi mente en que lo tengo como una de esas cosas que apenas se sospechan en el fondo borroso de una fotografía, extrañas, dudosas. El grosor de una película de clara de huevo endurecida, así es mi conocimiento de su tierra. De ella me contó sobre una grave dificultad. En estos días, me dijo, todos desconfían de todos los demás. La causa es llamativa, por lo menos si uno le toma la palabra: lo atribuye a la diversidad tan grande de grupos religiosos que hay allá. Pocas personas enclaustradas en pocas cabezas, escuchando apenas lo que dice una docena cuando más, y creyendo que entienden el rumor del mundo entero. Fácilmente esa existencia hace que todos los otros parezcan mentirosos. Enjambres de extraños mirándose los pies y sin volver nunca la vista, enrollados todos con la cara al ovillo, amadejados y enajenados. Me dejó pensando incluso mientras él hablaba. Qué catástrofe la que puede venírseles encima. (¿No es la que ya se les vino bastante?). Allí todo es hipocresía porque nada hay más que las máscaras de las capillas, cada cual con la suya, cientos, como si pelearan por un señor feudal y marcharan en campos mundanos a poner orden divino a los enemigos, cada cual con La Verdad enarbolada y todas difieren entre sí. Arrogancia suprema la del escudo de armas, pues enaltece no una opinión sobre cosas de poco valor, sino la verdad del Cielo, sobre todas las cosas del cosmos, sobre su orden y jerarquía. Vana marcha a la guerra, a dar en tierra con el hermano.

Nos habíamos perdido en el bosque pero recuperamos el rumbo un poco después y la conversación se dispersó. Disfrutamos algunas curiosidades cómicas, como que al percibir un movimiento veloz en las ramas ambos pensáramos en una ardilla, aunque no pudiéramos decir cómo se llamaba tal animal en una lengua que entendiéramos. Le conté sobre la mudanza en que todo se mudó menos yo (de la que tal vez escriba mañana). Al despedirnos, me quedé con una sensación cosquilleante. Lo que aqueja a su país no se me fue en todo el día del pensamiento. Un vecino –es el ejemplo que se me fijó– no puede confiar en que sea cierto que quien vive del otro lado del muro cayó enfermo. No puede siquiera creerle a la familia que uno de ellos ha muerto. No, si no son parte del mismo grupo religioso. ¿Cómo entonces, si lo está viendo padecer, frente a sí? ¿Si está viendo el duelo, la desesperación, la zozobra? No, me dijo, descree. No solamente eso, sino que cree que quizá es parte de alguna puesta en escena del gobierno, de un elaborado plan para hacer que todos los que no pertenecen al mismo bando sufran las consecuencias del engaño. Que todos, cientos de miles, estén engañados por una complicada trama de cuerdas y ruecas y contrapesos de arena y maquinaria con poleas y escenografía y luces de colores y actores millonarios que ganan otros millones para amontonarlos encima de los otros; con el propósito de… y esto es lo más impresionante de todo, con el propósito de engañar. Cuando hay una teoría de éstas de «conspiración» como suelen llamarlas, hay siempre por lo menos un propósito obscuro oculto, una explicación por lo más jalada de los pelos que sea, que pone en tierra todo el andamiaje del edificio de ilusiones. Siempre quiere tal magnate comerse el mercado completo, o tal grupo de poder controlar todas las mentes jóvenes de naciones poderosas para formar su ejército de juventudes partidistas, o quiere tal poderoso esconder lo que hizo cuando era joven para nunca enfrentar su pasado criminal ante la sociedad. Pero en este caso, no es así. La duda que aqueja no es de las intenciones de los otros; es la duda del corazón. Los vecinos dudan del corazón del otro a quien le ven la cara. A quien ven en pleno sufrimiento o en la palidez azul de la muerte. Ha de ser que quienes viven en la obscuridad no pueden creer en las sombras. Piensan que los quiere engañar este otro, enviado del enemigo, soldado del otro amo y señor de otras tierras incomprensibles donde la piedad está torcida. Piensan que los engaña para poder engañarlos. Todos además piensan de sí mismos que son los únicos que no se tragan el engaño. La barbarie. La salvajía. En suma, la crueldad desbocada, sin dueño. La cosquilla en la nuca la tengo porque no es esto tan ajeno como me son las lenguas de medio oriente. Para encontrármelo solamente tengo que conectarme a internet y buscar qué trending topics hay hoy.

Proteófilo Cantejero

Renacimiento

Giordano Bruno por fin lo había logrado.

No es que fuera un excelente filósofo y hombre de ciencia como dicen los hombres modernos que fue; es que era un mago poderosísimo.

Salvo algunos estudiados y conocedores de las estrellas (lugar donde quedan registradas las verdades históricas de la realidad) nadie más se enteró de lo que aquél sabio había completado mediante la suma de su esfuerzo y descomunal erudición.

En un ritual que duró poco más de diez años, y terminado a la hora de Júpiter, como se indicaba según sus cálculos; por fin había cambiado el centro del universo, lo había escondido, logrando así, cuadrar sus teorías físicas, valiéndose de su gran poder mágico.

No fue en vano que lo quemaran por brujo ¡imaginen tremendo desajuste del cosmos mismo!, no digo que el pobre lo mereciera; sino más bien, que los intelectuales renacentistas, en general, sabían mucho más de lo que nosotros en la actualidad.