Y después de tanto tiempo la cuarentena fue levantada. Todas las perdonas del antiguo mundo dejaron de recibir castigo por asomar las narices al sol. Esto trajo consigo ciertas complicaciones.
Recién salidos a la calle, se dieron cuenta de que su ciudad había sido invadida por animales salvajes, algunos montados en motos, otros en camiones de mudanzas y todos ellos eran ahora dueños del territorio. Sintieron la ciudad tan ajena y tan poco suya, que decidieron volver cada uno a su propio mundo, que en algunos casos era compartido.
Todos y cada uno de ellos tuvieron la necesidad de una ciudad a la cuál pertenecer, es por eso que los forenses encontraron en más de un hogar, las improvisadas fuentes, esculturas templos y palacios a los cuáles rezarles en tiempos de desesperación.
No necesitaron muchos días para desarrollar sus propias leyes, éticas y costumbres. Cada hogar, se había convertido en un pequeño pueblo, y cada habitante en un miembro distinguido de la alta sociedad que siempre era y terminó siendo la única.
Pronto, gracias a la red de comunicación intercitadina, les permitió aprender las artes necesarias para subsistir (incluidas las médicas) y las labores que permitían el sustento se volcaron al espacio virtual, mismo que se volvió la diosa más amorosa y procurante que jamás hubo conocido el hombre.
El gobierno exterior, perdió su poder, su chiste y se redujo a ser una especie de compañía de seguridad privada, restaurante y mercado ambulante controlado desde la comodidad de su sofá. No había pueblo a quién regir, no había crímenes que requirieran pronto juicio. Cada quién en su hogar, tenía su propio decálogo divino. Las calles eran inútiles y solo servían para que los salvajes siguieran con su costumbre de rodar sobre el pavimento.
Y así fue, como privados de ciudad y amor. Los seres humanos se fueron degenerando genéticamente hasta que a final de cuentas terminaron por desaparecer.