Vida en pantalla

Vemos y grabamos. Grabamos para volver a ver. Preferimos la repetición previsible a la sorprendente experiencia. Queremos presumir, presumirnos, fingiendo compartir.

Hijos de la televisión, al tener un espejo negro portátil nos hemos independizado. Ya no dependemos de las grandes cámaras, de las grandes cadenas. El celular es nuestro. Vemos una y otra vez aquello que nos suscitó la suficiente sorpresa para ser grabado, y que por quedar registrado ya se volvió importante. Todo lo que se grababa, lo que veíamos, sospechábamos que era importante porque resultaba interesante. Muchas de esas imágenes remotas eran históricas; otras tantas sólo repetitivas. La pantalla de nuestra casa nos entretenía y sorprendía. Posiblemente, podríamos pensar, las pantallas sirven para entretener para regalar sorpresas. Lo mejor era que nos sentábamos en nuestro cómodo asiento, encendíamos la televisión, presenciábamos, por ejemplo, un bombardeo, y así pasábamos tranquilamente las horas viendo imágenes que ni siquiera teníamos que buscar, nos las ponían.

Grabamos con la emoción de ser momentáneamente famosos o, para utilizar un adjetivo ambiguamente peyorativo, grabamos para ser virales. Se cree, no sin justicia, que una grabación podría contribuir a la justicia, como en los noticieros donde presentaban pruebas en video de sobornos u otras fechorías. A veces pasa. Una grabación ayuda a resolver un crimen o frenar una injusticia. A veces estimula la violencia, el cinismo, la desfachatez y la astucia. Descontextualizada, la grabación podría dar paso a la injusticia. Poder grabar cualquier cosa hurta el derecho de errar. La privacidad se ha violado con los celulares.

No deja de sorprenderme el afán de ver casi todo a través de la pantalla. Hay un espectáculo, podemos disfrutarlo, pero en su lugar preferimos sacar el celular y picar el botón rojo para grabar. No confiamos en nuestra memoria, la desdeñamos. Dejamos de ejercitarla confiados en el video guardado. Pero perdemos la experiencia del momento: dejamos de disfrutar las imágenes y la música (o cualquier otra forma de arte), el ambiente enardecido por los artistas. Volvemos a checar que todo se vea bien, y nos perdemos un momento irrepetible, un momento histórico, una proeza que bien podríamos narrar para explicar lo que en ese momento nos provocó. Posiblemente la captó el sonido, pero no la vimos por estar con la vista fija en la cámara. La historia se ha reducido a un puñado de pulgadas.

¿Cuántos gigabytes se han perdido en eventos reemplazables?, ¿cuántos momentos hemos exagerado por grabarlos? Queremos compartir, o al menos eso podemos hacer ahora; en lugar de que vean 100 un espectáculo, pueden verlo 10 000. Pero pocos graban algo que vean más de 10 000 000. Casi nadie graba algo con su celular que alcance siquiera a duplicar esa cantidad. Pero aunque se sobrepasen dichos números, la cantidad no representa relevancia ni importancia. Viendo nuestras grabaciones se nos va la experiencia, se nos va la vida.

Yaddir