Ambición

¿Qué más da?

Se preguntó Raúl antes de lanzar la moneda al aire.

A final de cuentas, Dios es justo, no había mejor oponente contra el cuál apostar su Suerte.

Así que pactó con El Divino y en un vaivén de la moneda que pareció más largo que todo el tiempo de su vida por duplicado; terminó por comprender que perder, es una de las cosas que Dios no puede hacer.

Macbeth en el trópico

Macbeth dice de sí mismo, en unas líneas escritas por Shakespeare, que mató él al sueño, pues el terror de lo que hizo no le permite descanso y sólo le deja el desvelo.

Desvelo terrible, por actos terribles, desvelo insano, desvelo propio por quitar la vida a quien se encontraba en manos del sueño.

La maldad de este regicida es muy conocida, para él lo bueno ya es malo y lo malo ya es bueno, gracias a unas brujas que estaban en un campo yermo.

Hay quienes como Macbeth trastocan el sueño, pero no el propio, levantan o desmañanan a quien podría dormir plácidamente, y lo hacen para matar la razón, para dar lugar a rencores y enojos pasados con la finalidad de actuar como brujas y al albor del sol presentar que lo bueno ya es malo y lo malo es bueno.

En esas criaturas en las que se juntan la ingenuidad de Macbeth y la intención incial de las las brujas, se juntan humores que entre sí luchan y que ya no saben si al conservar liberan o si al liberar estrujan.

¿Cómo habría sido el desvelo del regicida de Escocia, si en lugar de buscar el poder en aquellas latitudes, donde parece haber bosques y vientos, y en ocasiones mucho frío, se hubiera encontrado entre selvas tropicales, con calores y moscos, con pozol en vez de vino y con asambleas llenas de gente engañosa en vez de humildes brujas en un campo vacío?

El zapato virulento

Al salir por la puerta trasera de mi departamento me encontré con algo que me dio más miedo que ver a un sujeto con overol negro y máscara blanca a punto de apuñalarme: un reguero de ropa y zapatos. No tenían orden alguno, no eran un pedido ni un paquete. Los pantalones estaban hasta el rincón de la izquierda, las playeras embarradas en el rincón de la derecha. Enfrente de la puerta de mi vecina había un suéter que parecía estar abrazando una sudadera y un chaleco. La verde planta que nos alegraba la vista estaba regada de calcetines y lo que parecían unos leggins. Pero lo peor de aquel escenario fue el viejo zapato frente a mí, con la boca abierta, como si él estuviera sorprendido de verme ahí, como si yo fuera el que estuviera violando su intimidad con mi sucia presencia.

Después de esquivar los obstáculos, cual si estuviera evitando rayos láser, me percate que la ropa era de la vecina y su familia. Claro, en tiempos del Covid-19 hay que tomar todas las medidas posibles para evitar contagiarnos, aunque expongamos al que hace la limpieza, a los vecinos, a las mascotas e incluso a nosotros mismos. No era sorprendente. Era una vecina a la que le gustaba limpiar su casa sacando la basura al pasillo, dejando que habitara ahí hasta que alguien la quitara. Tal vez pensaba que el viento se la llevaría hacia el basurero o que el smog la aniquilaría con sus potentes sustancias o que se iría volando y que a cada coche de la ciudad le caería un pequeño pedazo, de esa manera a nadie le haría mucho daño. Me sorprendí de que no me hubiera acordado de la vecina hasta que dejó desechos tóxicos afuera de mi puerta. La idea me sorprendió más porque se cruzó con otra: “la cuarentena no nos va a hacer mejores personas”. Apenas permiten disfrutar de las playas, las abarrotamos, creyendo que el virus se ha desvanecido; si la cifra de enfermos aumenta, lo más seguro es que culpemos al gobierno o a otros de nuestra propia imprudencia. Supe que un conocido, quien vive solo, compró víveres y productos básicos suficientes para que no tenga que pisar la calle por más de un año. Ni hablar de las tiendas que venden sus productos como si estuviéramos en tiempos de post guerra. Tal vez estemos tan acostumbrados a las peleas, tal vez los ataques sean tan sutiles, que no nos damos cuenta que no pocos viven en constante guerra.

Al volver a mi casa, me puse los guantes que había comprado y comencé a echar la ropa en bolsas gruesas. El zapato ya no me miraba con altivez, sino con una especie de súplica, pero aun así lo encarcelé junto con todo lo demás. Tiré mis guantes a la basura para poder escribir una nota que decía lo siguiente: para la próxima ocasión que confundan el pasillo con un clóset les quemo la ropa. Atte: un vecino que tiene cloro.

Eternidad

Un monito construido con palitos, los ojos tachados y sin dientes. Un traje rectangular transparente y mal dibujado le cubre su cuerpo inerte. Un lazo de tinta azul circunda su cuello que queda sostenido de un objeto que existe más allá del borde de la hoja.

Palabras como muerte, bestia, bruto, imbécil rellenan el resto de la página, escritas una sobre la otra, sobre otras suciedades que se pierden en el exceso de tinta de la página, haciendo que la blancura de la hoja sea casi inperceptible, como si un manojo de arañas diminutas hubiera hecho en ella un inmenso nido sin fin. Así, cada una de las demás cuartillas se fueron llenando de odio, con todas las personas que conocía, repetidas, retorcidas y mutiladas hasta el cansancio. Las burlas, las vergüenzas y los insultos de toda su vida quedaron plasmados entre dos portadas, ensuciando el nombre y el recuerdo de quienes alguna vez lo miraron con desprecio.

Felipín creyó (y creyó bien) que haciendo una recolección de odio, una antología de ofensas y rencores, lograría salir de la pobreza, matar el hambre, vengar el orgullo y olvidar un poco el ansia de estar vivo. Lo logró, vendió mil y una libretas de odio en la primera semana en la que se pusieron a la venta en la deep web. Condenándose así, a pasar el resto de su vida a seguir odiando; a ser el guardián del rencor ajeno y de la amargura de la vida, perpetuamente grabada en un sinfín de cuadernillos llenos de jeroglíficos que de ser descubiertos en un futuro por cualquier antropólogo de cualquier tiempo, podrían ser entendidos sin problema alguno en su más esencial significado.

Bien lo previó este artista a la hora de comenzar su obra: el odio retratado con maestría, vendría a convertirse en el nuevo Logos de la humanidad.

Al final del incendio

Por fin se apagaron las llamas, los que sobrevivieron tenían todavía lágrimas y miedo en sus miradas. Las cenizas volaban por los aires, el frío del viento se sentía en cada poro de la piel y las ideas sobre las causas del incendio empezaban a surgir en las mentes de los que quedaban ¿Por qué pasó?¿Dónde inició esto?¿Qué sigue ahora?

Entre los escombros mojados por la lluvia se encontraban algunas cosas aún útiles, parecía que la vida seguiría igual, el calor del fuego ya no estaba, pero entre los lugares donde estuvieron las llamas estaban los restos de muchos seres queridos por aquellos que escarbaban.

Las dudas seguían, los dolores no cesaban, ¿es posible una normalidad después de esto? ¿Es posible acostumbrarse a lo que queda?

El tiempo dio la respuesta, un tirano halló culpables para que las dudas de los sometidos a su voluntad cesaran, las nuevas costumbres y la nueva normalidad llevó a los leones y a ejecuciones diarias a los seguidores de un Dios unitario y amoroso que en lugar de buscar culpables ordenaba perdonar poniendo siempre la otra mejilla frente al otro.

Ojalá que la nueva normalidad de la que tanto se habla no se parezca a la normalidad que llegó con la era neroniana.

Maigo

Afirmaciones peligrosas

“Nosotros somos el virus” es una afirmación profundamente general. Resulta difícil y fácil de entender; resulta muy fácil de aceptar y adherirse al grupo de los afirmadores convencidos. Las únicas explicaciones que he encontrado a la enigmática sentencia vienen acompañadas con imágenes de temas variados: bombardeos, playas repletas de basura y sus contrastes, ciudades deshabitadas y playas limpias de tan solas.  Claro que es muy fácil suponer que los belicosos y los que tiran basura son el virus, pero aceptarlo, siquiera convencerse un poco, es aceptar que los pacifistas y los recicladores son el antídoto y que, así como hay que acabar con el Covid-19, hay que acabar con los que hacen daño al mundo. Sería mucho más fácil suponer que estoy exagerando la afirmación, pero si no se consideran las consecuencias de la afirmación, cualquiera puede propagar el odio en redes, sin demasiada reflexión, hacia los que hacen la guerra y tiran basura. Exagerando un poco, si cuando vaya a la playa y por accidente se me vuela una basurita mientras disfruto del sol, alguno de los convencidos de quiénes son los malos y quiénes los buenos podría reclamarme y querer desinfectar al planeta de mí (a lo mejor sólo intentaría explicarme el daño a los animales y al medio ambiente que provoca el dejar que la basura viaje por la mar, aunque si sí toma en serio que soy un virus, podría aniquilarme como lo hace un medicamento contra una enfermedad) sin darme tiempo de explicarle la situación. No quiero imaginarme qué pasaría si el convencido ve a alguien con uniforme militar.

Pero lo que me parece más virulento es afirmar que el virus somos nosotros sin ninguna explicación. Imagínense que tras esa afirmación se ocultara un grupo nutrido de personas que quisieran un nuevo rumbo para la humanidad y el planeta, para replantear la relación entre los humanos y el planeta de manera ventajosa para el último. Un grupo suficientemente grande y organizado para limpiar los virus de la tierra y dejar sólo a los sanos. Supongo que podrían perdonar a los jóvenes menores de tres o cuatro años, para que no recuerden a sus padres y, más importante, para que sean adoctrinados o educados en las prácticas saludables. Supongamos que logran la virulenta aniquilación de los virulentos, ¿podrían ponerse todos de acuerdo y evitar divisiones sobre cómo cambiar la relación tierra-humanidad?, ¿no habría guerras por saber quiénes estarían al mando?  O ¿el virus no son también los tipos de regímenes? En ese caso, ¿el que lleve una vida más acorde con el planeta, es decir, que no le haga daño, sería el líder máximo?, ¿y si hay dos o más personas que vivan casi igual? Tal vez ahora sí esté exagerando con las consecuencias de la afirmación. Pero como nadie le pone diques (ahora que lo vuelvo a pensar, tampoco sucede que en redes se reflexione sobre el contexto de las frases), supuse que podría reflexionar en torno a ella como la entendiera. A mí me da la impresión que el único virus es afirmar, sin pensarlo, qué sea lo bueno.

Yaddir

15 – La erupción de Reyes

Deseando que quienes lo celebran hayan pasado un feliz día de Reyes, leyéndolo y pensándolo, comparto ahora algo escrito en una tal ocasión de hace probablemente muchos años, pero sin fecha registrada que me lo asegure.


En una ocasión Alfonso Reyes hizo esta observación sobre una divertida ocurrencia de la vida literaria. Supervielle escribió en El hombre de la Pampa sobre un personaje que «se empeña en transportar un volcán de América a París». Tiempo después, cuando el poeta regresó a su natal Uruguay unos «señores muy cavilosos» manifestaron su descontento con la obra. Se sintieron, cuenta Reyes, aludidos y hasta difamados por la imagen del estanciero sudamericano que cruza el mar con su volcán a cuestas. Intitula a su notita «Realismo» con pluma jovial y en una exclamación en la que puede leerse la risa borboteando dice: «¡oh paradoja estética, oh símbolo provechoso para los realistas del arte!».

¿Qué nos enseña el maestro en su buen humor? Un poco nos complacemos por la desventura del muy caviloso, seguramente muy profesional y gran administrador de su tiempo: ocupadísimo, condenado a la importancia. Otro poco nos condolemos de la envidia que mal esconde mirando a este estanciero ilusionado por sus delirios imposibles, entrometiéndosele de llena atención por llevarse un corazón de fuego para presumirlo lejos, donde sí le presten atención. Sorprende el desatino de este hombre dizque simple y confirma con algo de admiración que, como se sabe desde hace mucho, es muy probable que pasen muchas cosas improbables. Pero, cuidado, Reyes no se ríe de los muy cavilosos (no principalmente). Se ríe de los realistas del arte. Se ríe de que hayan sido puestos en jaque por los muy cavilosos. ¡Mayor la desventura y más honda la envidia! ¿Por qué? Pues porque en los eventos de la vida diaria, de la real existencia del hombre, resulta tan elocuente y bien formada la descripción del fantasioso viaje que en todo su tangible realismo hay pechos calentados y recrujiendo de tectónicos corajes. No hay cómo negarlo sin trenzar cuentos. Mientras, lo ridículo del realismo así autonombrado «del arte», se revela en su fealdad: no es sino misología disfrazada de sabiduría. Absurdo de absurdos, el realista dice olvidarse de las ilusiones y posarse en lo crudo, y para ello tiene que hacer un arduo trabajo de abstracción. Más que muchos se esfuerza negando la realidad. Tarde o temprano esto lo lleva a estacionarse en lo más feo que su imaginación le da para figurarse y proclama que tal condición es la prueba incontestable de verdad; pero por supuesto que para entonces ya hasta a la verdad le agarró suspicacia. Tal niñería Reyes se la toma con regocijo. Lo valioso queda repicando tras la claridad de la risa: el fabricante de volcanes es una maravilla. Que la literatura abre la vida, que la palabra expande el mundo y que afina la vista para ver mejor lo que ya estaba ahí, se percibe con realismo incandescente. Pues prorrumpe lo obvio: si de veras los realistas del arte aprovecharan el símbolo, como les propone Reyes, precisamente por eso «se les caería el teatrito».

Proteófilo Cantejero