Un monito construido con palitos, los ojos tachados y sin dientes. Un traje rectangular transparente y mal dibujado le cubre su cuerpo inerte. Un lazo de tinta azul circunda su cuello que queda sostenido de un objeto que existe más allá del borde de la hoja.
Palabras como muerte, bestia, bruto, imbécil rellenan el resto de la página, escritas una sobre la otra, sobre otras suciedades que se pierden en el exceso de tinta de la página, haciendo que la blancura de la hoja sea casi inperceptible, como si un manojo de arañas diminutas hubiera hecho en ella un inmenso nido sin fin. Así, cada una de las demás cuartillas se fueron llenando de odio, con todas las personas que conocía, repetidas, retorcidas y mutiladas hasta el cansancio. Las burlas, las vergüenzas y los insultos de toda su vida quedaron plasmados entre dos portadas, ensuciando el nombre y el recuerdo de quienes alguna vez lo miraron con desprecio.
Felipín creyó (y creyó bien) que haciendo una recolección de odio, una antología de ofensas y rencores, lograría salir de la pobreza, matar el hambre, vengar el orgullo y olvidar un poco el ansia de estar vivo. Lo logró, vendió mil y una libretas de odio en la primera semana en la que se pusieron a la venta en la deep web. Condenándose así, a pasar el resto de su vida a seguir odiando; a ser el guardián del rencor ajeno y de la amargura de la vida, perpetuamente grabada en un sinfín de cuadernillos llenos de jeroglíficos que de ser descubiertos en un futuro por cualquier antropólogo de cualquier tiempo, podrían ser entendidos sin problema alguno en su más esencial significado.
Bien lo previó este artista a la hora de comenzar su obra: el odio retratado con maestría, vendría a convertirse en el nuevo Logos de la humanidad.