Al salir por la puerta trasera de mi departamento me encontré con algo que me dio más miedo que ver a un sujeto con overol negro y máscara blanca a punto de apuñalarme: un reguero de ropa y zapatos. No tenían orden alguno, no eran un pedido ni un paquete. Los pantalones estaban hasta el rincón de la izquierda, las playeras embarradas en el rincón de la derecha. Enfrente de la puerta de mi vecina había un suéter que parecía estar abrazando una sudadera y un chaleco. La verde planta que nos alegraba la vista estaba regada de calcetines y lo que parecían unos leggins. Pero lo peor de aquel escenario fue el viejo zapato frente a mí, con la boca abierta, como si él estuviera sorprendido de verme ahí, como si yo fuera el que estuviera violando su intimidad con mi sucia presencia.
Después de esquivar los obstáculos, cual si estuviera evitando rayos láser, me percate que la ropa era de la vecina y su familia. Claro, en tiempos del Covid-19 hay que tomar todas las medidas posibles para evitar contagiarnos, aunque expongamos al que hace la limpieza, a los vecinos, a las mascotas e incluso a nosotros mismos. No era sorprendente. Era una vecina a la que le gustaba limpiar su casa sacando la basura al pasillo, dejando que habitara ahí hasta que alguien la quitara. Tal vez pensaba que el viento se la llevaría hacia el basurero o que el smog la aniquilaría con sus potentes sustancias o que se iría volando y que a cada coche de la ciudad le caería un pequeño pedazo, de esa manera a nadie le haría mucho daño. Me sorprendí de que no me hubiera acordado de la vecina hasta que dejó desechos tóxicos afuera de mi puerta. La idea me sorprendió más porque se cruzó con otra: “la cuarentena no nos va a hacer mejores personas”. Apenas permiten disfrutar de las playas, las abarrotamos, creyendo que el virus se ha desvanecido; si la cifra de enfermos aumenta, lo más seguro es que culpemos al gobierno o a otros de nuestra propia imprudencia. Supe que un conocido, quien vive solo, compró víveres y productos básicos suficientes para que no tenga que pisar la calle por más de un año. Ni hablar de las tiendas que venden sus productos como si estuviéramos en tiempos de post guerra. Tal vez estemos tan acostumbrados a las peleas, tal vez los ataques sean tan sutiles, que no nos damos cuenta que no pocos viven en constante guerra.
Al volver a mi casa, me puse los guantes que había comprado y comencé a echar la ropa en bolsas gruesas. El zapato ya no me miraba con altivez, sino con una especie de súplica, pero aun así lo encarcelé junto con todo lo demás. Tiré mis guantes a la basura para poder escribir una nota que decía lo siguiente: para la próxima ocasión que confundan el pasillo con un clóset les quemo la ropa. Atte: un vecino que tiene cloro.