La barrera digital

Hace varios años unos amigos y yo nos preguntábamos cuál era la ventaja de ir al teatro en lugar de ir al cine. La misma historia podía llevarse a una y otra modalidad, la calidad actoral no variaba demasiado, incluso el cine podía disponer de lo más avanzado de la tecnología para hacer una historia mucho más impresionante de lo que difícilmente podría hacerse en un teatro, además de que la producción cinematográfica cuenta con la posibilidad de trasladarse a otras locaciones y usar mejor el espacio para la captura de las tomas. El teatro sólo aventajaría al cine en ser su precursor, en tener más tradición. El cine parece reproducir mejor la realidad.

La cuarentena nos ha obligado a reunirnos de manera remota. Clases, trabajo, citas, se deben hacer por video dependiendo de una computadora más o menos moderna, electricidad e internet.  (Esa es una desventaja del cine, depende de la electricidad y de mucha tecnología; podría representarse Romeo y Julieta hasta en una cueva suficientemente iluminada). Y lo que más he escuchado cuando le pregunto a mis conocidos si prefieren el viejo o el nuevo modo de reunión, así como lo que más he dicho, ha sido: “no es lo mismo”. Cuando pregunto: “¿por qué no es lo mismo?” La respuesta más o menos siempre es esta: “le falta vida”. Se podría suplantar con grandiosa facilidad a una persona al otro lado de la pantalla. Imagínense una videoconferencia donde el presidente (no importa demasiado el país) dijera una cantidad casi incontable de tonterías, pero todo fuera un montaje de sus adversarios, un actor caracterizado idénticamente al líder o un uso impresionante de programas de edición. Dejando de lado situaciones que no pueden exceder a la realidad, tal vez la posibilidad de tocar a una persona haga una gran diferencia en cualquier interacción. El tacto expresa de una manera tan compleja y con tal vitalidad que nos resulta difícil explicar esa experiencia. No se puede reemplazar la cercanía y unión de un sincero apretón de manos. La unión que genera un abrazo creo que difícilmente se podría expresar en palabras (aunque seguro haya quien use con maestría las letras que provoque más llanto con su pluma que con un abrazo). ¿Podría un poeta competir con el cariño y amor vertidos en un beso? La ira, el odio y la venganza o ajusticiamiento encuentran un sonoro y casi incontrolable estallido al golpear al rival. ¡Cuánto se puede decir con el tacto!

¿Se llora más tras ver una puesta en escena en vivo que al ver una película?, ¿logra borrar la línea entre la ficción y la realidad mejor el desarrollo siempre en tiempo presente de una obra de teatro que el de una película? Lo único que tengo menos oscuro, y no por ello es una ventaja, es que el cine es más cómodo.

18 – La obscuridad embotellada

Sobre la misma página en la que está escrito el cuestionable aforismo que compartí la vez anterior hay algunas notas, me parece que sobre el Protágoras. En todo caso, son o bien ilegibles o legibles pero indefendibles. Además de eso, está un párrafo escrito al vapor en otra tinta que aquí organizo en dos partes. No estoy seguro ya del orden en el que los artículos de esta hoja fueron escritos, pero los comparto de todas maneras suponiendo que no hace mucha diferencia.


Uno que escribe y escribe, si casi no lo leen, puede sentir la tentación de justificarse diciendo que es como un náufrago de una era aciaga, aferrándose a la vida con fiambres e ingenios, que decide lanzar sus palabras al mar en una botella encorchada. Puede hacer lo mismo a quien mucho leen pero poco entienden. O hasta el que se cree muy entendido y que de todas formas no alcanza cuanto quiere. La tentación de la imagen es la misma, se den unos ínfulas de bohemios o de comunicadores profesionales. El problema de pensar que los escritos propios son como mensajes en una botella, por más que la romántica figura infle el corazón, es que supone un mar mesurado de tiempo cuyas corrientes son el avance constante del género humano, y se figuran que una tierra abundante de comprensión en el futuro estará poblada con todo lo que sea mejor. En una isla como ésa, piensa el que manda el mensaje, el texto ya será entendido por fin. Arrogancia y ridículo. Es una fantasía de idolatría al progreso en la que uno mismo se enaltece, se mira y admira de cuán grande es por lo incomprendido y de cuánto más será reconocido su tiempo por lo obscuros que fueron de miras sus contemporáneos. Pero el mar, si acaso, no es de las salinas aguas del tiempo, ni de olas espumosas de fortuna; es más bien de vidrio. Es el mar de los millardos de botellas de otros incomprendidos que tienen la misma afectación imaginaria. O tal vez es mar de plástico, mejor adaptado a nuestros tiempos, a nuestras botellas con taparosca. Adolescentes que se sienten Nietzsche y escritores que nunca dejan de ser adolescentes. Bien lo dijo Paz: «Arte claro es arte grande. Arte oscuro y para pocos, decadente». Si somos incomprendidos es porque no nos damos a entender.

Algo sí tiene que ver con que en nuestra época al parecer nadie entiende nada. Lo concedo. Nuestro discurso público es la cacofonía de perros que ladran por oír ladrar a otros. Arrojar la voz al mar para que alcance un futuro áureo no es lo que falta, sin embargo. El futuro es negro y nada penetra sus sombras (exceptuando a algunos como Leonard Cohen, claro). Lo que le conviene a la voz no es ser embotellada ni aventada, sino ser sembrada en esta isla para que dejemos de vivir de fiambres e ingenios, y podamos vivir bien. Hay que saber hablar, discutir, platicar. Hay que poder entender que lo único de veras nuestro es la mentira para que podamos vivir juntos en la verdad. Por eso hace falta comprender cómo quienes supieron enseñar y quienes saben enseñar, enseñan. ¿Qué nos salva del aislamiento si no la compañía, y qué mejor compañía que la de quienes consienten nuestra existencia? Uno que habla y habla, mejor haría en aprender a escuchar. Uno que escribe y escribe, mejor haría en ponerse a leer.

Proteófilo Cantejero

Airado

Fue así como el pañuelo de Dios cayó sobre la tierra, cubriendo todo lo habitable con su brillante color verde. Las montañas, el pavimento, los cerros, las terracerías, los desiertos, e incluso los mares se tiñeron de éste color.

Hay quien dice que fue una manera de obligarnos a los seres humanos a desaprender la técnica, de olvidarnos de la pesca, de la minería y de la agricultura. Hay incluso quien propuso que nos hiciéramos vegetarianos, pero esto resultó sencillamente imposible.

Con una madeja de yerba que nunca dejaba de crecer, y que nunca dejaba crecer a las demás plantas; pronto los incendios que buscaban acabar con esta nueva plaga aceleraron nuestro fin, nuestros bosques se extinguieron casi tan rápido como ésta cubrió sus cenizas, para no dejar testimonio de lo que alguna vez hubo allí.

Supongo que no nos queda más que resignarnos, dejar testimonio escrito sobre lo que fueron los árboles y animales. Sinceramente ninguno de nosotros pudo idear un mejor uso para las últimas hojas de papel sobre la tierra.

La esperanza en el desierto

Hace miles de años la esperanza gritaba como una voz en el desierto, anunciaba la llegada de agua viva capaz de quitar la sed del corazón.

Por desgracia, miles de años más tarde, nos fijamos más en el desierto, es inevitable porque ha crecido.

En algún momento decidimos dejar de lado al agua que quita la sed y nos fijamos en la arena que sirve para hacer castillos.

Maigo

Algunas notas sobre la libertad de expresión

No todos podemos decir lo que sea cuando queramos y como queramos. Estaría dispuesto a afirmar que nadie puede hacerlo. Al menos nadie puede hacerlo sin que medien consecuencias. Las frases no se quedan en letras escritas, voces o señas. Hablar por hablar muestra un trasfondo vacío.

Las polémicas son parte de la natural disensión que encarna y permite un régimen con rasgos democráticos. Ninguna postura va a satisfacer a todos los ciudadanos. Mucho menos una provocación. La provocación concentra la atención, pero también la disuelve.

El disenso nace de la libertad de expresión. Pero si no se disiente con razón en los temas importantes, la libertad de expresión se transforma en libertad de provocar, en libertad de insultar. En las redes sociales parece que todos tienen la razón; por eso nadie la tiene.

Las posturas, las enseñanzas y las doctrinas son vitales. Las palabras pueden llevarnos a entender la justicia, a vivir mejor. Pero con palabras el orador se hace fuerte. El que convence para ser fuerte cree domar a la justicia. De ahí la importancia en reflexionar en la verdad de lo que se dice. Por una mentira han muerto millones de injustamente.

Yaddir

Holónimo

Y un mal día, gracias a la facilidad de compartir la información, el planeta entero pudo confirmar, demostrar y establecer a ciencia cierta, que Dios poseía muchos nombres, casi tantos como humanos sobre el planeta.

Sorprendidos, todos los creyentes, los ateos y los despistados, comenzaron a nombrarlo por los millones de nombres confirmados, y por algunos otros que no habían sido del todo demostrados. Para su arrepentimiento, todos y cada uno, del más pequeño al más viejo, del más impío al más virtuoso; todos sin excepción alguna recibieron una respuesta a su llamado.

Siempre fue, es, ha sido y será, una y la misma.

No soy nadie para juzgar al resto de la especie, pero los que quedamos en pie, no hemos perdido la fe, tal vez, perdimos la cordura, no tanto como el resto del mundo que ahora no nos acompaña ya. Atormentados y desesperados por no recibir otra cosa que La Verdad, la mayoría de la población optó por suicidarse, dejándonos, por supuesto, a nosotros los verdaderos creyentes a la deriva con un solo pensamiento (¿o será una sola palabra?) incomprensible atormentando permanentemente nuestra razón.

Consulta popular

Hay quienes confían en las consultas que se hacen a ciegas, a tontas y a locas, para decidir algo y después lavarse las manos por el resultado.

Una muy famosa la hizo un hombre llamado Poncio, él era extranjero donde consultó, y los consultados pertenecían a una nación sometida, y hasta cierto punto resentida.

Los resentidos eligieron al representante de su resentimiento, y el extranjero que justo se decía, se lavó las manos por la elección realizada por el pueblo.

La anécdota de Poncio, que vino a cambiar en muchos sentidos el mundo, nos enseña al menos dos cosas: no es posible tener de la población la mejor de las elecciones cuando no se le conoce, y tampoco se puede esperar justicia del resentimiento.

El mundo en el que se movían el consultor y los consultados eran muy distintos, aunque se dice que Poncio tenía su casa entre las del pueblo, además los electores decidieron en esa ocasión prestando atención a su resentimiento.

Al dejarse comprar por la sed de sangre, los consultados jamás reparan si esa es culpable o inocente, lo que quieren es ser salvados y lavarse las manos como lo hizo en su momento un hombre llamado Pilatos, mientras corre la sangre por la que claman

Maigo