16 – El ensoñante

Le pedí dos cafés para llevar. En el mostrador había una variedad de panes, muchos de ellos con queso gratinado, con especias y cebolla o salados solamente. Al fondo la música desconocía las restricciones de los trastes y los tonos enarmónicos. Sobre la barra, una dulcera decía «tome uno, son gratis» ofreciendo lokum anaranjados, esos dulces cúbicos, muy parecidos a los borrachitos (aunque sin alcohol) por su suavidad con algo como la resistencia de la goma, pero sólo al primer momento. Como cede esa dureza, así también se diluyó su sonrisa a poco de contestar que con gusto. Tomó el grano, lo vertió en la máquina y mientras lo molía parecía herir el muro con su vista. ¿Qué se revolvía en su interior?

Había leído esa mañana una carta de su hermana con noticias enigmáticas. Su padre, un hombre impulsivo y de cambiantes convicciones, había anunciado su salida del país en que había vivido sus más de cincuenta años. Nunca había estado en otra tierra. Nunca había sentido con sus manos la incertidumbre de gestos natos que frente a alguien ajeno pasan de transparentes a conspicuos. Sabía del peligro. Lo había escuchado. No sabía del peligro. Nunca lo había vivido. Se topó con la decisión de súbito y, sin embargo, había sido predecible, según la descripción de la hermana. Para mí las palabras de cualquiera de ellos hubieran significado poca cosa. Su lengua me era extraña, tanto como a casi cualquiera aquí. El dueño del café pasaba por turco porque era lo que esperaban sus clientes, lo que veían en él, lo que era más fácil. No se esforzaba, no «se hacía pasar»; pasaba. Era más bien un silencio que fomentaba la inercia del hábito al pensar. ¿Y cómo repararía alguien en diferencias que no puede distinguir? De Turquía, entonces, a efectos prácticos, aunque su país fuera otro. Ni siquiera reconocido por los más poderosos; pero no era él uno de los que había luchado por ese reconocimiento. Se había ido. Los hombres que trazan fronteras son niños hendiendo la tierra con el dedo. Unos declaran que un valle es un reino, que un río es el confín de la ley, que el bosque que mira a este lado creció para ellos; los otros declaran que un bache es un valle, tal canal es un río y esta maceta su bosque. Y por eso quizá, ponderaba, su padre había tomado lo que cupiera en una maleta y había desaparecido de un día a otro. Una parte de imitación envidiosa, otra parte de recriminación y un pilón de algo más, algo más amargo. Así había hecho él mismo años atrás.

No, era otra cosa. Reparaba al presionar el botón del agua hirviente que tendría que inyectar veneno en sus venas (él no sería consciente de la melodía del ven- ven-). Pronto mejor que tarde, o la enfermedad avanzaría. Antes, al opinar sobre otros, había pensado que era mejor dejarse consumir. Ya teniendo cáncer, había opinado, ya era tarde. Mejor dejarse ir en esa rebelión de vida irrestricta que es el crecimiento del tumor, el aumento sin orden de la carne, la reproducción febril de las células sin freno, como volcadas en una locura de ser que no distingue lugar, que se arroja a siempre ser más, al proyecto sin fin, a nunca ceder, a nunca descansar. En la calma es clara la vanidad de ese arrojo. Pero no en el clamor vaporoso. La vida se habría tornado en fricción contra sí misma, y mejor era dejarla quemarse sola en un flamazo: se había sentido seguro de esa posición alguna vez. Pero ahora eran sus venas las que empezaban a ebullir. Era su sangre la que necesitaba el veneno. Era una quema controlada, pensaba con negro humor. En su aceptación se daba cuenta de qué había desatendido antes, y ahora lo sentía en sus propios miembros. ¿Habrá juzgado que uno es dueño de su futuro?

No, no era eso tampoco. Quiso ocultar el leve temblor en sus muñecas al poner los vasos de cartón bajo la manguera. Negro y vaporoso salió el chorro de café. Al volver a sonreír, preguntar por el azúcar y cobrar el total, intentó, por así decirlo, acomodar la experiencia. Quiso que en la intuición la mente tomara los eventos según ese orden agradable, cómodo, esperado: dos sonrisas. Como hace el improvisador de jazz cuando pierde un paso, si acaso se conduce sin perderse, repone el siguiente y permite que la percepción oyente los organice, como si ambos pasos hubieran estado siempre en su lugar. Eso había pasado. La atención en la sonrisa que abre y la sonrisa que cierra hubiera conseguido que el tembloroso medio y la mirada aterrada sonrieran también en la memoria; pero yo estaba mirando con cuidado. Tal vez el montaje no era para mí, sino para sí mismo. Y había funcionado. Ya no quedaba rastro en su mente de que por un instante se acordó del horror. Tal vez era demasiado pesado reparar en lo que lo esperaba al volver a su casa. No pensaba en ello por algo parecido a la convicción, si hay tal cosa en la inconsciencia. Casi como un hábito del que no hay quien recuerde el comienzo. Y sin embargo, todas las noches volvía, olvidado por completo, y pasaba la noche en un silencio intranquilo hasta el momento de dormir. Pero se acostaba y entonces eso se hacía recordar. Venía a sentarse al pie de su cama. Hablaba. Le recordaba entonces por qué temblaba a veces al servir café, al ofrecer sus panes, al querer sonreír y fracasar. Por qué por súbitos instantes perdía el paso de su mente y se abrían hipos en su pensamiento. Le recordaba lo que olvidaría irremediablemente al despertar: que todas las noches, o eso decía aquél, había estado allí con él, conversando antes de dormir.

Me acercó los cafés y casi resollo al despertar de mis ensueños. Me indicó dónde estaban las tapas de plástico por si quería usarlas, me negué agradeciendo y me fui anhelando por el delicioso aroma. Francamente, no creo preguntarle nunca qué le pasó.

Proteófilo Cantejero