Sobre la misma página en la que está escrito el cuestionable aforismo que compartí la vez anterior hay algunas notas, me parece que sobre el Protágoras. En todo caso, son o bien ilegibles o legibles pero indefendibles. Además de eso, está un párrafo escrito al vapor en otra tinta que aquí organizo en dos partes. No estoy seguro ya del orden en el que los artículos de esta hoja fueron escritos, pero los comparto de todas maneras suponiendo que no hace mucha diferencia.
Uno que escribe y escribe, si casi no lo leen, puede sentir la tentación de justificarse diciendo que es como un náufrago de una era aciaga, aferrándose a la vida con fiambres e ingenios, que decide lanzar sus palabras al mar en una botella encorchada. Puede hacer lo mismo a quien mucho leen pero poco entienden. O hasta el que se cree muy entendido y que de todas formas no alcanza cuanto quiere. La tentación de la imagen es la misma, se den unos ínfulas de bohemios o de comunicadores profesionales. El problema de pensar que los escritos propios son como mensajes en una botella, por más que la romántica figura infle el corazón, es que supone un mar mesurado de tiempo cuyas corrientes son el avance constante del género humano, y se figuran que una tierra abundante de comprensión en el futuro estará poblada con todo lo que sea mejor. En una isla como ésa, piensa el que manda el mensaje, el texto ya será entendido por fin. Arrogancia y ridículo. Es una fantasía de idolatría al progreso en la que uno mismo se enaltece, se mira y admira de cuán grande es por lo incomprendido y de cuánto más será reconocido su tiempo por lo obscuros que fueron de miras sus contemporáneos. Pero el mar, si acaso, no es de las salinas aguas del tiempo, ni de olas espumosas de fortuna; es más bien de vidrio. Es el mar de los millardos de botellas de otros incomprendidos que tienen la misma afectación imaginaria. O tal vez es mar de plástico, mejor adaptado a nuestros tiempos, a nuestras botellas con taparosca. Adolescentes que se sienten Nietzsche y escritores que nunca dejan de ser adolescentes. Bien lo dijo Paz: «Arte claro es arte grande. Arte oscuro y para pocos, decadente». Si somos incomprendidos es porque no nos damos a entender.
Algo sí tiene que ver con que en nuestra época al parecer nadie entiende nada. Lo concedo. Nuestro discurso público es la cacofonía de perros que ladran por oír ladrar a otros. Arrojar la voz al mar para que alcance un futuro áureo no es lo que falta, sin embargo. El futuro es negro y nada penetra sus sombras (exceptuando a algunos como Leonard Cohen, claro). Lo que le conviene a la voz no es ser embotellada ni aventada, sino ser sembrada en esta isla para que dejemos de vivir de fiambres e ingenios, y podamos vivir bien. Hay que saber hablar, discutir, platicar. Hay que poder entender que lo único de veras nuestro es la mentira para que podamos vivir juntos en la verdad. Por eso hace falta comprender cómo quienes supieron enseñar y quienes saben enseñar, enseñan. ¿Qué nos salva del aislamiento si no la compañía, y qué mejor compañía que la de quienes consienten nuestra existencia? Uno que habla y habla, mejor haría en aprender a escuchar. Uno que escribe y escribe, mejor haría en ponerse a leer.
Proteófilo Cantejero