25 – La democracia representativa

Hoy fue uno de esos días. Un afta me ha estado atormentando en esa medida que inspiró al poeta la comparación de lo duro contra lo tupido. Tupidos son los momentos: cada que acuerdo. Me quemé en un brazo una línea con metal incandescente; elegante, se ve, lástima que fuera involuntario. Y también me rebané una hendidura nada grave en el pulgar izquierdo. Ah, y además, mi jefe me dio una buena regañada allí donde se entiende que lo de buena lo tiene por justa. No es ninguna de esas cosas la que ocupaba mi mente hoy que empecé a escribir, pero sospecho que algo tuvieron que ver con el ánimo que traigo. Lo que sí la ocupa es una idea que tengo desde que vengo de regreso en el metro. Nuestra práctica democrática es un ejercicio asombroso de proyección de sombras. Es que es de risa loca cuánto de nuestra vida política se hace en lo obscurito. Los juicios son cosas casi místicas de lo ocultos que son: ¿quién los mira? ¿Los involucrados? Ni ellos saben qué está pasando. Faltan nomás los incensarios y una sibila drogada. Y las sentencias se dan casi siempre desde tan lejos que ni se alcanzan a ver bien, a cada uno le llega sin ver ni qué le pegó ni desde cuándo. Las respuestas casi nunca están dadas a quienes preguntan por qué, sino más o menos dicen lo que va a pasar en términos de qué institución se va a llevar a quién a dónde. Y de aquellas veces en las que se hace suficiente ruido como para que sea tema de la opinión pública lo que discute el poder judicial, lo que se sabe es prácticamente nada: ni se entiende el contexto, ni se sabe quién tiene facultades para hacer qué, ni se puede uno explicar por obra de qué santo intercesor acaba llegándose al resultado al que se llega. Las discusiones sobre la constitución… mejor ni hablar de si ese libro es o no un oasis de rebosante claridad. Los juicios, pues, y las sentencias y demás jelengues, a obscuras. ¿Los otros dos poderes, entonces, tal vez? ¡Ojalá! Esos están quizá peor en sus galimatías, porque en lo que muy a todas luces discuten no hay ni una buena razón a la que no se le estén subiendo como hormigas al azúcar miles de estupideces y barbaridades que no dicen nada. No hay una sola instancia de problema público en los últimos tiempos que se hayan echado a cuestas el legislativo o el ejecutivo, y que se discuta sin deshilacharse entre ladridos con cara de eslógan y falacias en las que se oye bien claro el trompetazo de al-arma. Peor están, entonces, pienso, porque en el puro disimulo a más de un millar dejan confiados de que se oyen voces y razones en las cámaras de nuestras discusiones dizque políticas. Esto es un ejercicio diario, entrenadísimo, con altísima sofisticación, de un obscurantismo derrumbante. Pero ¿qué le va uno a hacer?, así es como hacemos política. Y pensándolo así, diría yo que después de todo sí tenemos una democracia bastante representativa.

Proteófilo Cantejero

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