Cuando era niño llevaba clases de natación en la escuela. Después de una mala experiencia, quedé marcado por un miedo a las albercas que no me dejó por años, independientemente de las explicaciones o arengas que hicieran mis padres y profesores. No sé por qué son así los niños, pero algunas cosas que parecen muy importantes les pasan de largo mientras que otras pequeñeces no las olvidan nunca. Ésta me marcó mucho. Antes de entrar al agua, mis compañeros y yo hacíamos una fila en los vestidores. El aroma del cloro y el plástico de las tablas de flotar está todavía a la mano si lo evoco. Estábamos a la espera como gorriones mirando a ver cuándo se pone el sol y yo sentía un terror pálido. Cada semana me colmaba la mente una sola idea: que terminara ya. Fantaseaba con ese momento dulce en el que la hora ya había pasado y podíamos regresar a secarnos, y la veía en mi interior con desesperación, la deseaba con furia. Empecé a encerrarme en un casillero durante la hora completa con la esperanza de que nadie me echara en falta durante el curso; no lo hizo nadie, pero llegó el día en que mi traje de baño seco me delató.
Recordé todo eso el lunes pasado mientras hacía fila en el frío de la mañana para hacer un trámite. Da igual cuál, en realidad, el gobierno de las oficinas no tiene mucho deleite en la variedad. Y hay que decir que pudo salir mucho peor de lo que salió. Para empezar, la mañana podía estar helada, la espera podría haber sido mucho mayor… Pero no podía pensar en otra cosa más que en el final, en el momento en que ya hubiera terminado. Me sentí como niño, vulnerable, a punto de ser arrojado al agua contra mi voluntad. Nunca tuvo un trámite en mi mente tan completa naturaleza de trámite como ahora, en que sólo quería estar al final del trayecto sin haberme llevado nada del recorrido, ni siquiera la experiencia. Pero ¿por qué pasan cosas así? No sé por qué son así los adultos, pero algunas cosas que parecen muy importantes les pasan de largo mientras que otras pequeñeces les aterran.
Pensándolo con cuidado me doy cuenta de que nunca me he sentido participante de las cosas de la ciudad. Y no es para nada una romántica idea del ciudadano del mundo, que bien sé que no me acerco a tal placer. Más se me figura a la vagancia. Estos procesos burocráticos me son niñerías porque los hago pensando que juego a ser adulto. Mientras, no me interesan en lo más mínimo ni los haría si no fuera por alguna fuerza que he admitido me zarandee en esa dirección (la alternativa es mucho peor). Nunca me he visto como miembro de ninguna de estas cosas tan importantes, ni de las no tan solemnes, pero tan regulares de la vida en que uno se acepta como miembro del grupo de los de buen juicio, con sus muelas y todo. No sé por qué ha sido así, pero no puedo evitarlo; es como si todas estas cosas fueran de chiste. Son simulaciones, ficción. Y no solamente en los procesos engorrosos, lo noto en cosas que no merecen burla también: casamientos, funerales, actas, títulos, todo lo que tenga cara de proceso legal o de abogacía; todo. No quisiera tener que tratar ninguno de mis males jamás en una corte ni querría confiarle ninguna de mis carencias a ningún trabajador social. Incluso si se me quisiera convencer de todas sus ventajas. Y si ésa es la razón por la que recordé mis clases de natación esta mañana puedo darme por medianamente satisfecho en cuanto a búsquedas de causas se refiere; porque todavía me falta averiguar aquella por la que en la oficialidad me siento como pez fuera del agua.
Proteófilo Cantejero