Decir adiós nunca es fácil, se llora mucho con las despedidas. Cuando nos despedimos de alguien solemos hacerlo, a veces con la esperanza de volver a verle, decimos hasta pronto, pero difícilmente decimos adiós.
El carácter de la despedida depende de la esperanza, cuando se mantiene la fe en un rencuentro posterior hablamos pensando en él, pero ay cuando se pierde esa fe, el adiós duele más que nunca.
Decir adiós, duele, porque no sólo se arremolinan los recuerdos de lo que fue y ya no será o de lo que se planeó y jamás se realizará, quizá por eso a nadie le gustan las despedidas.
Pero mucho se dice de nosotros mismos si nos fijamos en el modo como decimos adiós, hay quienes se aferran a lo que ya no puede ser y patalean ante la posibilidad de una despedida, hay quienes aceptan, aunque sea con dolor, que es momento de la partida.
A muchas cosas debemos decir adiós, en estos terribles días en los que el mundo se revuelve entre cinismos y dolorosas despedidas, hay muchos más motivos para llantos que para sonrisas, o al menos es lo que vemos en la revoltura que se avecina.
Si somos indolentes al dolor, no pensamos en las despedidas, si vemos sólo las incomodidades, todo nos sabe a renuncia y no queremos saber de las angustias que otros viven.
Si somos cínicos y no nos importa nada ni nadie armamos tragedias donde no las había y minimizamos lo que sí es trágico para ver lo que no lo sería.
Se dice que Nerón lloró al firmar una sentencia de muerte, pero también se dice que tocó su citara mientras miles morían, cual nerones vivimos y criticamos las despedidas, mientras no nos tocan, y en lugar de acompañar en silencio y en oración a los dolientes hablamos de lo que hacer deberían.
Los que dicen adiós no siempre quieren hacerlo, los que dicen adiós se quedan mientras ven a los otros realizar la partida.
Envío un abrazo a todos los que han debido decir adiós porque no es fácil, porque duele y porque no son números, ni curvas, ni estadísticas.
Maigo