Nunca me han gustado los escritos que justifican su importancia temática únicamente en la persona que los escribe. Si además carecen de un buen estilo, o de una idea que subyazca a la aparente vanidad del autor, el texto parecería que no resulta pertinente más que como vía de expresión de un particular. Muchos textos del ensayista francés Michael de Montaigne están escritos con esa explícita justificación. El penúltimo ensayo de su primer libro de ensayos, De las oraciones, parece que implícitamente se justifica como un problema personal: la ayuda de Dios para la buena dirección del alma.
Bien se sabe que ese no es un problema que le incumba únicamente al padre del ensayo moderno; es un tema importante para un creyente y, creo, para todo aquel que quiera ser mejor de lo que sabe que es. Una mirada atenta a su ensayo explicará por qué considero que es un tema de Montaigne para Montaigne. Como cada que habla de la religión cristiana, el pensador francés justifica su reflexión señalando la importancia de las oraciones (aunque considera principalmente el Padre Nuestro), por eso quiere conocer su verdad. Empieza por criticar a aquellos que ven en las oraciones una especie de favor personal a Dios, quienes oran buscando únicamente su beneficio y posiblemente motivos perversos, sin considerar la justicia de Aquel. La crítica se vuelve mucho más específica contra una clase de creyentes que se entienden de dos maneras: aquellos que son devotos de puertas afuera, pero que en su fuero interno son malvados; la primera clase son los que compensan sus faltas con ruegos, la segunda son quienes descubren los beneficios públicos de mostrarse creyentes. Si hay actividades públicas en las que se peca por la labor misma, ¿para qué orar?, ¿para qué ora el malvado que va a seguir siendo malvado? Aquí se comienza a apuntar la dificultad de estar a la altura de la divinidad; se perfile la distancia entre el hombre y Dios. Esta idea se refuerza cuando se continúa con el argumento de que los Salmos no deberían halagar los oídos, no debieron haberse popularizado como si fuera una cualquier clase de canción, pues el saber divino no es para todos. Las escrituras no debieron haberse traducido sin vigilancia de la Santa Iglesia. Pues si cualquiera discute la palabra divina, ésta puede perder su importancia y animar la herejía.
¿Qué debe hacer el creyente común, aquel que no tiene la capacidad ni el tiempo para pensar en los asuntos divinos? Ser obediente de los preceptos que le han sido dictados. En este punto parece asomarse la crítica de que aquellos responsables de la dirección de las almas podrían comportarse de manera aún más alejada de lo que recomiendan, es decir, que podrían abusar de su autoridad. ¿Dirigir las almas es una responsabilidad política o religiosa, humana o divina? Pero el centro de su argumentación, y formalmente de su ensayo, es que la filosofía, o cualquier otra actividad humanística, deben mantenerse ajenas a la religión por la autoridad y superioridad de ésta. El ensayista muestra su inteligencia práctica citando a San Crisóstomo para justificar su argumento. Encima precisa lo que él hace: “Expongo ideas que son humanas y que son mías, meramente como tales ideas humanas, consideradas como cosa aparte, no como ideas decretadas y regidas por la ordenanza celestial en las que no cabe duda ni controversia”. ¿Puede hablar de la excelencia humana sin considerar a la religión?, ¿ensayar sobre los sueños, la conciencia, la política o cualquier asunto importante para los seres creados por Dios, puede hacerse sin que sea considerado, al menos lejanamente, como asunto religioso?, ¿Montaigne está justificando su ateísmo al decir que sobre los asuntos divinos nada se puede reflexionar? Si no puede pensar en temas relacionados con Dios y su Iglesia, ¿cómo sabe que son verdaderos?
La complejidad llega al máximo cuando, para responder a la objeción de que el malvado se acerca a Dios en busca de perdón, refiere al pagano Jenofonte, quien señalaba que el alma que reza a Dios debe estar en buen orden, enmendada y ser devota, de lo contrario sus plegarias serían pecaminosas. Contradice su indicación de no mezclar filosofía y religión. Se vuelve a contradecir cuando cita un versículo del Padre Nuestro en su idioma y se contradice nuevamente por interpretarlo él mismo. ¿Qué quiere decirnos Montaigne con estas tres contradicciones?, ¿el creyente no puede dejar de pensar los asuntos divinos por sí mismo dado que hay un texto con situaciones semejantes a las que vivimos y, si bien no lo entendemos en su completitud, hay algunos pasajes que podrían resultar clarificadores a nuestros conflictos cotidianos?, ¿le está dando la razón implícitamente al protestantismo o le muestra implícitamente a la Santa Iglesia una tarea a la que debe abocarse? Dado que no puede hacer ni lo uno ni lo otro, si su preocupación por acercarse a Dios en su condición de pecador es genuina (aunque se arrepienta y ore con devoción, él sabe que difícilmente no volverá a pecar), pensar cómo ser mejor cristiano es algo que está en buena medida en sus manos.
Las contradicciones continúan hacia la última parte de su ensayo. Haciendo uso de autores paganos, como los pitagóricos para precisar que tal vez sería bueno que las plegarias fueran públicas para precisar su probidad. Insiste en su idea de que de nada sirve orar si es con motivos perversos. Se ve inclinado a creer que los malvados oran principalmente pidiendo cosas malvadas. Parecería señalar la importancia de sabernos pecadores y saber que podemos ser mejores al momento de acercarnos con palabras a Dios. En su infinita Bondad está dispuesto a recibirnos como los pecadores que somos. No podemos apartar de nuestras reflexiones la fe.
Yaddir