Nabucco

Hubo hace mucho un rey que se creyó Dios, se imaginó invencible y se creó muchos enemigos para poder mostrar ante todos sus súbditos su interminable poderío, su nombre se ha ido perdiendo, porque como él ha habido muchos.

Dicen algunos que se llamó Nabucco, otros más no recuerdan su nombre sino su locura. Se equiparó con los dioses y con los héroes que en el pasado se tuvieron, se equiparó con el Sol y con astros que pronto de él se rieron.

Cuenta la historia que Nabucco enloqueció, se portó como cerdo en la corte y en la ciudad, en el campo y en palacio y en todo sitio que pisaba, a tal grado llegó su locura que aquello de lo que se preciaba en un motivo de risa se convirtió, trataron de mantenerlo encerrado, pero por las escaleras de palacio se escapó, subiendo y bajando lentamente para mostrar a sus tropas que seguía siendo el rey.

Bajo la luz del Sol ha habido muchos como Nabucco, seres que se comparan con los dioses, seres que se niegan a verse como mortales incapaces y que en lugar de aceptar lo que son rompen en pedazos los espejos que reflejan su locura, su falta de cordura y sus excesos.

Muchos ha habido como Nabucco y algunos creen que esa locura se debe a los miasmas tropicales, otros dicen que no es por los miasmas sino por algo más profundo, la insana creencia de querer dominar a todo el mundo, no sabemos a qué se deba esta terrible enfermedad, pero parece que surge con cierta periodicidad, algunos sabios señalan que más o menos cada 100 años la historia nos regala un Nabucco para no olvidar los malos efectos de la soberbia, yo no sé a qué se deba, pero parece que sí pasa.

El babilonio es recordado por haber sido el primero, pero cuántos no ha habido que guían naciones sin percatarse de que se comportan como cerdos, destruyen todo a su paso se revuelcan en sus heces y obligan a sus seguidores a tratarlos como a reyes.

En algunas crónicas se dice que Nabucco recuperó la razón cuando reconoció sus errores, eso nos da espéranza a los pobres mortales, aunque no queda de lado que el babilonio fue afortunado por ello.

Es una lástima que no todos puedan probar la gracia de evitar los sinsabores que la la locura trae consigo, pero eso pasa cuando un rey loco también tiene seguidores que le hacen creer que sus desvaríos son realidades y que sus ocurrencias son las mejores soluciones para resolver lo que llega por mandato de los dioses.

Lo bueno es que ya no hay Nabuccos jugando a sentirse dioses, o al menos eso dicen los que se saben superiores porque las cosas del pasado ya no se dan, ya no ocurren, pues sabemos que los de antes siempre fueron peores.

Maigo

Comparaciones

Comparamos casi tanto como nos gusta conocer gente. Pocos o casi ninguno se sienten satisfechos con lo que son. Las figuras públicas en nada ayudan a tranquilizarnos. El jugador profesional cuya vida suena guionada; el futbolista que desafía las habilidades de los programadores de videojuegos; la cantante con lujos que, de no ser por ella, no sabríamos que existen; la influencer que gana millones por lucir bonita; el hombre que tiene más dinero que la mayoría de los habitantes de un país latinoamericano. Los caminos parecen marcados. Los vemos todos los días. Parece que sólo existen esos. Lo único que podemos hacer es esforzarnos y quedarnos a la mitad. No tenemos opciones propias. El exceso de comparación nos deja sin opciones de vida creativas.

Ahí encuentro la razón por la que existen personas insatisfechas consigo mismas, pues caminan por senderos que no surgen de ellos. No sienten que su vida tenga momentos significativos, con los cuales podrían rellenar sus fatigas cotidianas, porque sus actividades no significan mucho para ellos en comparación con las gloriosas proezas de los famosos que exhiben los noticieros. Esto no es ley universal, como la primera ley de la termodinámica, conozco a un dentista que es muy feliz por haber estado trabajando a lado de su padre en su consultorio y que luego, después de un disciplinado ahorro, puso su propio consultorio donde pretende que su hijo trabaje con él. No lo dice porque esté condicionando la vocación de su progenie. Él fue feliz y quiere que su hijo sea feliz. Él ya conoce el camino; pretende allanarlo lo suficiente para que su descendencia pueda caminar con la misma facilidad con la que él lo hizo. ¿Hubiera sido feliz si desafiaba los dictados paternos?, ¿hubiera tenido el mismo apoyo de haber escogido, por ejemplo, la carrera de letras clásicas?, ¿fue libre de escoger?

¿Somos libres de escoger o es un error comparativo? Si nos equivocamos al elegir determinado camino, si al transitarlo lo encontramos lleno de piedras, atosigado por serpientes, con tantas nubes y lluvia que nos hemos olvidado del sol, es nuestra equivocación. No podemos culpar a alguien más de fracasar al perseguir un camino que nosotros mismos elegimos. ¿A quién le hubiera echado la culpa si el dentista referido hubiera fracasado?, ¿hubiera aceptado el error, asumiendo que no tenía la misma pericia de su padre, o hubiera culpado a éste por darle falsas esperanzas en un oficio que bajo ninguna atenta consideración era para él?, ¿cómo hubiera podido saber si él tenía la capacidad de ser un dentista digno de sacar una muela sin riesgo de infección para el paciente? Los dientes le dieron de comer en sus primeros años, ¿cómo iba a ser posible creer que en algún momento se lo impedirían? Se ignoraba tanto que ignoraba de lo que era capaz; más importante aún, ignoraba aquello de lo que era incapaz.

Conviene compararse y no conviene hacerlo. Conviene si se tienen claras las diferencias, si se ve uno con la misma claridad con la que cree ver al otro; se saben así las incapacidades propias, por qué sus capacidades hacen feliz a la otra persona y por qué me harían infeliz a mí. No conviene la comparación si la usamos para enlodarnos con pensamientos miserables. Bajo muy escasas circunstancias lograremos ir más lejos que las figuras públicas o las personas admiradas, pero si vamos por nuestro propio camino, por aquello que es para nosotros, nos hace felices y no provoca la infelicidad de los demás (porque no es injusto), podemos descubrir un nuevo camino. Parece que existen los que son felices sintiéndose fracasados.  

Yaddir

El enemigo perfecto

No hay mayor enemigo para un tirano que el tiempo, porque en algún sentido somos nosotros los que decidimos en qué ocuparlo, cómo gastarlo y en qué aprovecharlo.

El tirano siempre piensa a futuro, nunca ve lo que es y si acaso gira la vista lo hace hacia el pasado para quejarse, o para vanagloriarse.

Nuestro tiempo se agota y a veces queremos pasar la vida como si no fuera esto posible, al menos así lo ven los tiranos que siempre necesitan tiempo, piden tiempo para hacer lo que prometen, piden tiempo para mostrarse diferentes, piden tiempo para todo y pensando en lo que vendrá dejan lo que ya es.

Cierran los ojos y se tapan los oídos diciendo que todo está bien porque sólo es cuestión de tiempo. Pero, no se dan cuenta de que no hay enemigo más poderoso que ese tiempo que piden, porque el tiempo pasa y ese tiempo que piden y creen concederse se acaba con facilidad.

Lástima de aquellos que viven vendiendo esperanza, porque no se dan cuenta de lo desesperanzados que viven, rogando al tiempo que no pase, que no se les acabe nunca, suplicándole al tiempo que sea más lento y viendo con tristeza como es que su tiempo se acaba y su vida pasa de ser pieza a retazo, y de retazo a hilacha.

En definitiva, no hay mejor enemigo para un Tirano que el tiempo, pues aunque quiere controlarlo todo se le pasa intentar controlarse a sí mismo, de modo que se pierde a sí mismo y sólo pierde su tiempo.

Maigo

Certezas

¿Qué contienen las vacunas contra el Covid-19?, ¿cómo se elaboran los dulces que nos saboreamos, las bebidas que consumimos a litros?, ¿de qué están hechos los cigarros que fumamos?, ¿cómo producen cualquier clase de medicamento?, ¿qué contiene el aire que respiramos?

Un dulce de tamarindo, con un poco de mango, que ando dosificando en pequeñas cucharadas porque contiene exceso de azúcares, exceso de calorías y exceso de grasas trans, señala que sus ingredientes son: “azúcares añadidos (azúcar, glucosa), agua, chile en polvo, sal, ácido cítrico, almidón de maíz, sabores artificiales y colorantes artificiales rojo 40, amarillo 5, amarillo 6, y benzoato de sodio como conservador.” Mi paladar no distingue con claridad más que el azúcar, el tamarindo, el chile en polvo y el mango. Pero ni siquiera debería llamarse dulce de tamarindo con mango porque esos sabores son artificiales. Si a un mango que compro en el mercado le echo un poco de tamarindo, adquirido en el mismo lugar, el sabor no se acerca ni ligeramente al dulce; éste da la apariencia de tener más sabor. No sé de dónde proceden los colorantes artificiales mencionados. Al hacer una búsqueda rápida en Google y consultar algunas páginas de internet (las primeras que me arroja mi búsqueda desde el navegador Mozilla Firefox en la Ciudad de México) descubro que los colorantes son derivados del petróleo y contienen cancerígenos. (No sé si sea la duda, o los saborizantes consumidos en días pasados, pero creo que algo comienza a fermentar en mí; algo que me hace dudar si seguir degustando mi delicioso, aunque dañino, dulce o cuidar mi salud). En una de las páginas consultadas descubro una larga lista de los dulces y galletas hechos en el país en el que resido que están hechos de los mismos saborizantes o de algunos igual de dañinos. El descubrimiento me produce tanto miedo como el que debieron experimentar los arqueólogos al descubrir los monumentos hechos con cráneos humanos de los antepasados. El camino hacia el infierno está lleno de buenas intenciones. Aunque este miedo es presente, pues mi propia pereza al investigar, o el disgusto de saber que mi paleta de malvavisco cubierta de chocolate favorita tuviera algo dañino, me impedían saber qué consumía con gusto y alegría. Algunas cosas nos hacen daño, sabemos que nos hacen daño, hasta un daño inmediato como un dolor de estómago, y seguiremos comiéndolas.

Los medicamentos y las vacunas están elaboradas de una manera mucho más compleja y mucho menos dañina. Algunos medicamentos tienen efectos secundarios, pero nos eliminan los virus, bacterias o lo que sea que nos esté causando una enfermedad. Afortunadamente las farmacéuticas están obligadas a informar los posibles daños que te podrían causar las pastillas o inyecciones. Los médicos también nos indican si alguna molestia o enfermedad nuestra es incompatible con ciertos medicamentos; en lugar de curarnos nos perjudicarían. Pocos saben qué contiene exactamente una pastilla que nos alivia el dolor de cabeza, de dónde sacan el ácido acetilsalicílico o la forma en la que se elabora. Pero confiamos en que nos aliviará el dolor de cabeza porque ya nos lo ha curado y no hemos percibido efectos adversos a corto ni a largo plazo. Además, si investigamos cuidadosamente, leemos varios libros y vemos o hacemos experimentos, podríamos saber qué tienen ciertos medicamentos. Lo mismo podemos hacer con lo que comemos. No estamos a merced de una élite que quiere controlarnos.

Sócrates cuestionaba al entusiasta Hipócrates sobre los supuestos beneficios de estudiar con un maestro reputado. Los conocimientos se almacenan en nuestra alma como los alimentos en las vasijas. Al irse a nuestra alma es crucial saber con cuidado qué estamos adquiriendo. El problema adquiere mayor relevancia al exponer lo que creemos saber ante otras personas. Los daños y los estragos del Covid despertaron bruscamente a los escépticos de la enfermedad. La propagación de sus quebradizas teorías, como que el virus era una invención, pusieron en peligro a los incrédulos, a sus conciudadanos y a su propia familia. Muchos murieron exclamando que el Covid no existía. No podemos ver las partículas que nos pueden enfermar, pero eso no significa que el cubrebocas no disminuya el riesgo de contagiarnos. Es más fácil suponer una conspiración que ponerse una mascarilla. Hasta el momento no tenemos ningún elemento para suponer que el Covid sea el principio de una guerra entre dos imperios, sería absurdo seguir creyendo que no existe. Pero los que usamos mascarillas sí hemos advertido sus ventajas. La realidad suele ser más aburrida de lo que imaginamos. Es más fácil que deje de haber pandemia si nos vacunamos que el que nos convirtamos en zombis por doce largas temporadas.

Yaddir

Comunidad

Pasamos tanto tiempo viviendo en sociedad que nadie lo vio venir.

A diferencia de lo que se esperaba que sucediera, como ocurre con todo hábito, los seres humanos nunca pudieron integrar por completo a su alma, esta utopía del mundo civilizado. Fue por eso que con el más mínimo estornudo, el mundo moderno se vino abajo.

Los hombres se olvidaron de convivir, y así, como si hubiera sido un acto divino, de la noche a la mañana, la interacción entre los humanos se volvió del tipo “sálvese quien pueda”. El mundo como lo recordamos, siempre fue una farsa, una muy bella, pero insostenible a final de cuentas. Era solo cuestión de tiempo (aunque nadie lo esperara) que por fuerza de hábito, el mundo acabara siendo devorado por sí mismo.

Una mañana mañanera

Y de pronto, ya pasada la madrugada, se volvió válido el insulto y la carencia de razones. El Sol intentaba brillar, pero se le tapó con un dedo, que presto lo señalaba, que presto lo condenaba y que presto lo culpaba por alumbrar de más y ocultar de menos.

Y de pronto, ese Sol que brillaba, rebelde, decidió seguir haciendo lo propio, a pesar de las condenas.

A muchos había visto que lo culpaban, lo señalaban o que su nombre adoptaban, y que con el paso del tiempo dejaban su lugar a otros, sin poder hacer efectivas sus condenas. Con el Sol nunca pudieron miles de reyezuelos, ni Alejandro igualarlo pudo aunque lo tapó con todo su cuerpo.

Ese Sol brillante, casi oculto entre las nubes, dio la impresión un día de esconderse ante los ataques, pero siguió brillando y mostrando lo que algunos querían mantener oculto.

Un día, como muchos otros, en una mañana cálida, cuando el rey se preparaba para sus actividades matinales, de pronto el insulto se acabó, la carencia de razones se esfumó y el Sol siguió brillando.

El rey al calabozo fue a dar, y desde ahí el Sol de la mañana no quería ver brillar, pero ese Sol no se detuvo y volvió a salir, como cada mañana lo hacía, sólo que en ese día una nueva estructura iluminó.

Del cadalso de trataba. La cabeza del rey pronta rodaba y ese hombre que se creyó descendiente del Sol y del Estado dejó de existir un día, mientras el Sol estaba brillando.

¡Ay! Luis, jamás comprendiste que con deseos y palabras no es posible negar la realidad que el Sol puso a los ojos de los franceses. Mientras tú madrugabas para ocuparte de juegos y danzas en Versalles, otros más se preocupaban de ver lo que la luz del Sol y la razón a veces mostraban.

Maigo

Generación de cristal

Hace algunos días fui acusado de pertenecer a una generación de cristal. Me sentí como Josef K. cuando es arrestado absurdamente. Al parecer era parte de un clan, no un clan, de una pandilla que socavaba con sus quejas las buenas costumbres adquiridas a fuerza del dolor y sufrimiento de la generación anterior. Repasé cuidadosamente cada uno de mis comportamientos, pues, pese a no ser perfecto, intento evitar celosamente actuar con injusticia. Aunque, ¿se puede ser injusto por haber nacido en una determinada fecha? Además, no sé quiénes son mis compañeros de condena debido a que un conocido dos años menor que yo acusó a unos tuiteros de su edad de ser cristalinos (al intentar adjetivar el sustantivo me doy cuenta de la pésima metáfora que intentan aplicarnos los de la generación de concreto). Lo que sobra al generalizar a una generación con la misma descripción es imprecisión.

El calificativo “generación de cristal” se usa principalmente como reacción a las continuas quejas de quienes usan las redes sociales para señalar una injusticia. La imprecisión no es exclusiva de la generación acusadora: ¿bajo qué condiciones los usuarios de redes sociales consideran que algo es injusto? Veamos las redes. Una señora denuncia mediante un video en internet que la mujer que le hace la limpieza le robó un chile en nogada (un platillo muy delicioso para quienes lo desconozcan). La empleadora no sólo exhibe a su empleada, señala que ya no la empleará y quiere que nadie más la emplé. ¿Es un castigo justo por el robo de un platillo? Pero las redes no reaccionan como la señora que se enaltece como ejemplo moral espera. Muchos usuarios la critican por su actitud. La exhibida fue ella. Debido a que le importa mucho su imagen ante miles de desconocidos, tuvo que subir otro video donde le pedía disculpas a la empleada y exhibía que ambas congeniaban y que, en consecuencia, la seguiría empleando. En otro video que afortunadamente no se hizo viral, un sujeto, que aparentemente trabaja en un hospital público, graba a una señora que le grita y le exige sus medicamentos. El sujeto se ríe, cree estar haciendo no sólo algo bueno sino además muy chistoso (creo que la calificó como lady medicinas). En este ejemplo carecemos de mucha información, pero no resulta difícil suponer que una persona que quiere cuidar su salud reaccione de manera furiosa si no le quieren dar los elementos mínimos para hacerlo. El sujeto atenta directamente contra la dignidad de la enferma. Por más exagerado que haya sido el reclamo, no era justo que exhibieran la desesperación de una mujer por unas medicinas que muy probablemente necesitaba. El último caso trata sobre una persona famosa: Mon Laferte decide cancelar el concierto en beneficio a un colectivo feminista porque éste ha sido acusado de tener miembros transfóbicos. Ella decide usar sus redes para explicar que no quiere atentar contra nadie, que aunque no cante, donará algo a ese lugar. Los comentarios que atacan su decisión consideran que ella no está a favor del feminismo porque le importa más la validación del patriarcado (según entiendo, en estos comentarios se considera hombres a las personas transexuales; dado que nacieron con órganos sexuales masculinos también forman parte del patriarcado). Otros comentarios apoyan su decisión de no atacar a ninguna lucha. En otros dicen que quiere quedar bien con todos.

Como en cualquier problema de nuestra complicada experiencia, saber cuándo estamos siendo justos, cuándo injustos, cuándo parciales, cuándo no queremos ir de un lado ni del otro, es difícil (en algunos casos es menos complejo observar la injusticia o la justicia). Esto no quiere decir que una generación sepa detectar con mejor precisión la injusticia, ni que lo justo cambie con el capricho de los años; determinar cualquiera de las dos cosas con la misma generalidad con la que en las redes se cree determinarlo sería caer en el dogmatismo o en la absurdidad que puso preso a Josef K. Tal vez lo más cristalino sea que ahora se cuenta con más medios para señalar una injusticia. No hay que ser injustos con el uso que le damos a las redes.

Yadidr