En el pueblo, María se fue quedando sola, dicen que había llegado una enfermedad muy rara a ese pueblo, abandonado de la mano de Dios, o al menos es lo que pensaron los que de ahí se fueron corriendo y aterrados.
Primero se fue la mujer del tendero, no hizo ruido ni alboroto, simplemente, un día dejó de respirar, y en silencio, discretamente se fue, no creo que se hubiera sentido cómoda en un evento como el que fue su funeral, estuvo con mucha gente despidiendo sus restos y hubo flores y hasta música.
Después, se fue el jardinero, nadie sabía bien a bien cómo es que Don Jacinto, que así se llamaba, se despidió de este mundo, lo que sí se supo es que lo encontraron tirado y sonriente en medio de un campo de flores.
Más tarde, se nos fue doña Gertrudis, era una ancianita muy alegre, gustaba de hacer dulces y obsequiarlos a los jóvenes que atinaban a pasar por su puerta, los muchachos tardaban horas en casa de la doñita encantados con los dulces que solía ofrecerles, a ella la encontraron en su cama, sonriente y vestida con la pulcritud que siempre la había caracterizado.
Hombres como el carpintero, el panadero, el herrero y otros más que laboraban en el campo se fueron yendo de ese pueblo y de este mundo, hubo quienes los vincularon con Doña Gertrudis, pero esas maledicencias se fueron junto con los demás.
El velo de muerte estaba cubriendo a ese pueblo y María desde su balcón sólo atinaba a persignarse cuando veía pasar un féretro frente a su balcón. Notó que cada vez eran más frecuentes las asistencias al campo santo. No podía evitarlo, pues vivía en la calle que llebaba para allá. Derechito allá a donde quedaban los restos que la muerte nos dejaba.
El cantinero y los parroquianos también murieron, con tantos en una misma semana la idea de que una enfermedad rara estaba atacando al pueblo se hizo más fuerte, muchos huyeron cuando vieron que moría el vecino, otros se quedaron al ver que los difuntos se iban siempre con una expresión alegre en el rostro.
–Ha de ser una dulce muerte- pensaban, pero esa idea poco a poco se fue perdiendo cuando vieron que no era tan agradable, porque el moribundo no sonreía, más bien los músculos de su cara se tensaban debido a que no podía respirar.
Mientras todos se iban o morían, María continuaba en el balcón ensimismada, a veces cosiendo, a veces hilando, a veces deteniendo su labor mientras las carrozas fúnebres pasaban.
Ella se estaba quedando sola como habitante de un pueblo fantasma, cuando murió el sepulturero, trabajo costó encontrar a alguien que lo remplazara, de hecho nadie quizo así que cada quien se ocupaba de su difunto si es que atinaba a hacerlo.
El pueblo se fue vaciando y María sola se quedaba, observando desde su balcón a quienes fueron sus compañeros, a quienes ahora el campo santo habitaban.
Mi madre y yo salimos un día del pueblo, pensamos en llevarnos a María, pero cuando pasamos a ver si se animaba a salir con nosotros, sólo la vimos sentada en su balcón, con la aguja de coser en la mano y sonriente.
Quiero pensar que desde su sitio de nosotras se despedía, pues con nuestra partida ella sola se quedaba para cuidar de lo que antes fue un pueblo y ahora ha de ser simple arena en la memoria de una anciana.
Maigo