Tan lejos de Dios

Y fue así, por fin, con la victoria contubdente del Cruz azúl, que México comprendió la falsedad de su cuarta transformación.

Una hilacha de voz

Penélope no sólo tejía, también cantaba cuando tomaba sus hilos, su canto era triste, había lamentos constantes por el que estaba ausente.

Sentada frente al telar, tomaba más hilos y con ellos tejía la inconclusa historia de su fiel marido, con cada recuerdo aumentaba una puntada, con cada nota agregaba la esperanza de destejer por la noche a la terrible mortaja.

Penélope cantaba mientras los hilos cosía, mientras las figuras bordaba, ella triste cantaba. Cantaba y cantaba, todo el día cantaba triste la reina, junto al telar encerrada.

Tejía todo el día, esperando ansiosa la llegada de Odiseo, y si no se podía al menos la de la noche para ganar tiempo, para evitar que los funestos pretendientes pusieran en peligro a la vida y a la hacienda de su Telémaco.

El palacio en Ítaca, de tristes cantos se llenaba, por eso los pretendientes mejor hacían venir a la cítara, para no escuchar lo que la pretendida cantaba, para hacer sordos sus oídos ante las súplicas de la reina encerrada.

Al final del día sólo tristes hilachos de la bella voz quedaban, esa voz ya no era necesaria para arrullar al niño o para confortarlo cuando temeroso llegaba a esconderse en su regazo, el niño había crecido y junto con él el peligro de perder todo.

Esa voz se apagaba junto con la luz del día, y sólo una hilacha quedaba alojada en el cuello de la mañera esposa, de la fecunda en ardides que sabía esperar.

La voz se apagaba junto con la luz del sol, pero después de los llantos había un lugar para la esperanza, pues en silencio la reina de ítaca destejía el manto, y rogaba a los dioses para que su querido Odiseo llegara al hogar.

A veces el viejo Argos, ese perro que también esperar sabía, a la reina acompañaba. Y así en silencio, la esposa y el perro destejían el manto tejido entre lágrimas para silenciosamente dar cabida a la esperanza.

Maigo.

Pérdida de miedo

Una amiga que trabaja para un periódico me preguntó con una extraña preocupación: «¿me estaré volviendo insensible?, ¿estaré normalizando la violencia?, ¿mi empatía hacia las víctimas se estará yendo por todas las notas y fotos que a diario debo hacer? No sé por qué ya no me sorprende la cantidad de asesinatos del día.» No sé si entienda bien las causas de su preocupación. Ella es una persona que podría ser considerada como buena por la mayoría. No creo que se estuviera transformando en un robot de datos al que sólo le importan las notas, es decir, que sólo se viera preocupada por su trabajo, o dicho de una manera más directa, dudo que paulatinamente, con una lentitud que impide observar el cambio, haya pasado de ser amable a ser completamente egoísta. Ella no quería eso. Supongo que pocos desean transformar su alma de buena a mala. Las evidencias, en cambio, nos muestran que el destino de los demás importa cada vez menos. El mayor miedo es comprender que tal vez vivimos en una sociedad en la que todos pelean contra todos.

La pelea no es explícita. Mientras caminamos no pensamos en cómo robar a quien pasa a nuestro lado; mientras convivimos con los demás no planeamos cómo aprovecharnos de ellos. Las peleas acaecen en dosis pequeñas. Una de las cuales es la omisión; no hacer el bien cuando puede hacerse. No sé si, pensando nuevamente en cambios paulatinos, los que dejan de hacer el bien cuando pueden hacerlo, posteriormente son los que buscan las situaciones en las que puedan obtener el mayor beneficio con el menor esfuerzo. Y si de esto se pasa a hacer el mal porque se disfruta hacerlo. Tal vez todo esto suceda al mismo tiempo. Tal vez los únicos cambios que sufre el alma humana sean las intenciones o el alcance en el que se perjudica; no es lo mismo, no afecta a la misma cantidad de personas, robar un cacho de queso de la cocina que un millón de dólares. No lo sé. Y mis dudas aumentan cuando pienso en el feminicida que declaró haber matado a un número de mujeres que no recordaba. El asesino, radicado en el Estado de México (una entidad en la que viven más de veinte millones de personas), enterró restos óseos de sus víctimas en su patio. A diario pasaba por el lugar en el que estaban enterrados restos humanos de mujeres que él mismo había matado. Cerca de ahí comía. Ahí dormía. Supongo que ahí convivía con algunos amigos o familares de vez en cuando. Es sumamente complicado comprender lo que hay en el alma de una persona que desde principios de los años noventas comenzó a matar mujeres, quien un mes previo a su arresto había destazado a una mujer que supuestamente era su amiga. Él confesó haberlas matado porque a las mujeres sólo les importaba su dinero. Él se sentía como un objeto y, sin ninguna consideración hacia la humanidad particular de ellas, desterrando por completo de su cabeza cualquier idea de la sacralidad humana, escupiendo en la dignidad de las personas, se vengaba de ellas. Tal vez ese es el pretexto que dio a las autoridades y sí disfrutaba matando mujeres; tal vez ese era su pretexto: queriendo querer y ser querido, veía que eso era imposible, y el mundo en esas condiciones no le gustaba. Pero él hacía del mundo un lugar poco habitable al matar mujeres. Pensaba sólo en sí; no veía que esas mujeres tenían familia, seres queridos que se preocupan por ellas. Era, o es, el egoísta en uno de sus estados más viles y exagerados.

En la película El buen Pedro (2012), un tranquilo oficinista mata a prostitutas. Jamás dicen por qué lo hace. Sí señalan con qué las mata: un cuchillo grande. Pedro está enfermo; requiere que su vecina le aplique inyecciones cada cierto tiempo. No sé específica la enfermedad, pero en ocasiones le duele la espalda. Pedro usa lentes, es robusto y parece que no quiere mantener relaciones de ningún tipo con las personas. Parecería que está enojado con las personas en general por motivos desconocidos. Sufría de bullying en la infancia, o su familia lo trataba mal; quizá alguien en específico le hizo pasar una experiencia traumática en la infancia. Su vecina intenta coquetear con él. Él la rechaza. ¿Por qué hace lo que hace? Tengo una interpretación basándome en el instrumento con el que las mata y la profesión de las personas a las que mata, así como los problemas que padece el detective que investiga el asesinato. Las asesina porque le excitan en extremo y quiere que sean sólo suyas. El egoísmo más obsesivo, más peligroso es el de los asesinos seriales.

«Sabemos tanto de tantos que no podemos entender el dolor por el que padece cada persona de la que leemos en las noticias» fue lo que le contesté a mi amiga para encontrar una respuesta a lo que padecía. La sorpresa de saber que un asesino pudo matar mujeres por casi treinta años sin ser detenido es terrorífica. No alcanzamos a dimensionar que en México haya asesinos que puedan quedar impunes por tanto tiempo. Lo peor es que nos hemos acostumbrado a ser supervivientes en lugar de pretender vivir bien. Algunos ya ni se espantan que las noticias ya no les espanten. ¿Los periodistas verán transformada su vida por reportar la violencia?, ¿es preferible vivir con miedo constante a mirar las noticias como hechos que sea poco probable que nos puedan suceder? ¿En qué clase de personas nos hemos convertido?

Yaddir

Apariencias

Llegó lo inevitable, se cayó la máscara porque terminó la mascarada. Después de la fiesta sólo quedaba el maquillaje corrido por la presencia del agua en su cara.

Se vio en el espejo, notó que ya casi no tenía tinte en el pelo, vio sus carnes, sintió alivio porque ya no traía la faja que tanto le asfixiaba, se quitó los zapatos, eran incómodos, pero durante la fiesta no podía hacer nada al respecto.

Debía sonreír, tenía que ganar a como diera lugar el reconocimiento que merecía por ser altruista y buena persona, en el fondo sabía que eso también era apariencia.

Llegó lo inevitable porque la mascarada se había terminado, miró su reflejo y notó que al fin se veía como realmente era, después de tanto fingir, después de tanto desmañanarse para poder arreglar lo que consideraba importante, algo que a nadie importaba y que sólo servía para que le criticaran.

El tirano frente al espejo se dio cuenta de que las apariencias engañan, y a quien más habían engañado era a él, de nada le servía su sonrisa, ya no encantaba a nadie, de nada le servía la faja, había comido tanto que su panza se asomaba de todas maneras.

De nada servían sus andanzas por tantas calles y caminos, sabía que su andar no le había llevado a ningún lugar, de nada servían los aplausos y vítores, porque los recibía a fuerza de pago y a fuerza de gritos que eran respondidos con un gesto adusto y con palmas sin ganas

Las apariencias engañan, y el más engañado es el que aparenta y pretende enredar en su telaraña a los otros, porque lo cierto es que de los tiranos siempre quedan sólo despojos, huesos secos y palacios vacíos y la lección clara de que las apariencias engañan.

Maigo

Rastros de la pandemia

Al principio de la pandemia, cuando ignorábamos mucho sobre la enfermedad, conviví con dos actitudes opuestas: el cuidado excesivo del cuerpo y la incredulidad total de la existencia del virus. Mirando las cosas con la amplitud que nos da la distancia, eran dos disposiciones normales. Imposible que se actuara de alguna otra manera. Ignorábamos casi todo sobre el virus. Sabíamos que era muy contagioso, podía ser letal y se transmitía por aire y contacto directo. Para entenderlo lo pensé, con mi imprecisión de lego en asuntos médicos, como una gripa agresiva. Una de las características que nos causaba más incertidumbre, creo que la que nos causaba más miedo e incertidumbre, radicaba en que no teníamos medicamentos que prometieran curarnos. Tantas enfermedades que ya tenían cura, tratamientos o paliativos, y había un virus que los eludía. La fe en la medicina se debilitaba; para algunos se había quebrado totalmente. Mirábamos asustados nuestra mortalidad, se nos exigía no vivir con excesiva confianza, con la ilusoria creencia que éramos más fuertes de lo que realmente somos, que controlamos lo incontrolable. Muchas personas saben esto, conviven con enfermedades que de un momento a otro pueden debilitarlos hasta el último aliento. Pero con el Covid-19 la sensación se extendía. Por eso el miedo y el cuidado excesivo que tenían algunos, por eso era difícil creer en un virus con semejante letalidad (si existía un virus que provocaba el Coronavirus, debía ser creado por un imperio tan fuerte como la enfermedad; eventualmente ese mismo imperio, o su rival en la conquista del mundo, lo podrían combatir).

Vivir encerrados, con el miedo al contagio o enredados en las más inverosímiles teorías de conspiración, nos causó estragos que todavía no alcanzamos a comprender. La lejanía hacia los otros y la obligatoria cercanía hacia nosotros mismos nos alteraron. ¿Hicimos una pausa a nuestra rápida vida y vimos que no éramos quienes creíamos ser?, ¿padecimos el miedo de estar solos y no poder convivir de nuevo?, ¿inventamos historias alocadas para no enfrentar lo duro de la realidad? Nos enfrentamos a una situación desconocida, que se prolongaba indefinidamente. Creo que para enfrentar esa sensación las cosas parece que vuelven a la normalidad, aunque las condiciones no necesariamente sean normales.

En este punto de la pandemia, con el conocimiento que tenemos del virus, con las varias vacunas que nos auxilian y devuelven la confianza en la medicina (aunque tal vez nos muestren la vileza y el egoísmo humanos), con la certeza de que el virus existe, ha regresado la certidumbre de lo que podemos hacer. Hemos querido que regrese. Hemos vuelto a las viejas actividades, las que precedieron a la pandemia, sin demasiados cambios. Demasiados cambios darían la sensación de que no hemos vuelto a la normalidad. Todavía hay oposiciones con las cuales convivir. Ya no son tan obvias ni tan evidentes. El cubrebocas, la buena ventilación, el lavado frecuente de las manos, son actividades que casi se vuelven hábitos; vacilamos si los mantenemos o pensamos ya en el futuro sin rastros de Covid-19. El futuro podría traer invariablemente otra enfermedad, otra  enorme evidencia de nuestra mortalidad. ¿Qué tanto podemos prevenir?, ¿qué tanto podemos controlar? Son preguntas a las que todavía no nos acercamos, que no deberíamos hacernos, porque la pandemia sigue, el virus continúa en nuestras vidas como un ladrón que casualmente se topa con nosotros; mejor dicho, como un agujero al que caemos porque no miramos por dónde vamos o porque no podemos ir por otro lado. Fingir que no existe el virus es tranquilizador, pero también es muy peligroso. Podemos caminar con cautela o correr desesperadamente.

Yaddir

El entrenador de Focas

Cierto hombre se acercó una tarde a la playa, era un sitio en el que había mucha basura y algunas focas que trataban inútilmente de encontrar algo de alimento.

Entre los desperdicios había latas de atún y de sardina, pero ya estaban vacías y cortaban el hocico de los pobres animales ya flacos y casi en los huesos.

El hombre, que las vio sucumbir ante el hambre, quiso ser el salvador de los que podrían ser unos ejemplares magníficos.

Él notó la incapacidad de las focas para encontrar otras costas, es muy cierto que el instinto es terco y que éste mantenía a las focas en medio de lo que ya no era para nada un buen lugar para vivir.

Ellas no se mudarían de ahí, no cambarían sus hábitos, o al menos no del todo, así que el protagonista de esta historia decidió construir una granja de pescado un poco más lejos de donde se veía la costa.

Todos sus recursos se fueron en hacer pescado para alimentar a las instintivas focas, pero ellas le aplaudieron a ese hombre que tenía muchos deseos de ser reconocido cuando les llevó el pescado hasta su boca.

Los animales se acostumbraron a que les llevaban la comida, y no se movieron de entre los montones de basura que hasta la granja de pescado producía, ellos se limitaban a abrir la boca y aplaudir, el hombre se levantaba temprano y cada mañana les daba pescado a los animales que ya había entrenado.

Todo estaba bien, hasta que un aciago día comenzaron a escasear las sardinas, ya no importaba que tan temprano se levantaba el entrenador, ya no importaba que tanto le aplaudían las bestias que tan bien lo habían recibido, el alimento se estaba terminando.

La desesperación fue apoderándose del entrenador cuando vio que los aplausos disminuyeron, trató de distraer a las focas, pero éstas se veían cada vez más insatisfechas, y a diferencia de cuando las encontró famélicas, el hombre ahora las veía enojadas.

La promesa de las sardinas se había terminado, el idilio de ser el salvador de las mañanas se estaba convirtiendo en una pesadilla, pero el entrenador y las focas estaban unidos por el hábito de acudir cada mañana al basurero que crecía en lo que había sido una playa.

Un día, de plano ya no hubo sardinas y el entrenador se fue a la playa esperando recibir algún aplauso, las focas llegaron esperando alimento, pero no encontraron nada sino disparos, pues al no aplaudir hicieron enojar a su benefactor, y el benefactor al no recibir lo que quería se transformó en una amenaza para lo que había sido un rebaño de focas bueno y casi sabio.

Las balas del poco acertado entrenador pronto se acabaron, y el pueblo bueno y sabio que antes aplaudía entendió que el entrenador le pertenecía. Una de las bestias más enojada que hambrienta se acercó al hombre y le tomó la mano.

Se la arrancó de un mordisco, tras ella llegaron las demás, hicieron lo mismo con otras partes del cuerpo de quien se sintió su dueño cuando no se dio cuenta de que se había convertido en su esclavo.

El rebaño tomó lo que consideró justo, especialmente tras muchos días de enojos y de insultos y el hombre que pensó hacía bien al pensar en las focas como seres necesitadas de un trabajo que generó más daño que bienes comprendió que no se pertenecía a sí mismo, ya que debía entregarse por completo a su rebaño.

¡Ah cuántos entrenadores de focas hay en el trópico!, haciendo lo que es contrario a lo que se necesita.

Si aspiras a ser entrenador, entiende que en lugar de dar peces y hacer granjas que te obliguen a levantarte temprano, es mejor ayudar a las focas quitando la basura de los lugares en los que son sus santuarios.

Deja que los aplaudidores mamíferos se alimenten con su trabajo, ya que levantarse cada mañana sólo para recibir aplausos no trae nada bueno, ni a los entrenadores, ni a los entrenados.

Maigo.

Políticamente incorrecto

Es más fácil convertirse en alguien políticamente correcto que ser buena persona. Pero ser buena persona inmediatamente te transforma en una persona políticamente correcta. ¿Qué significa ser buena persona?, ¿es buena persona quien decide abortar, quien pelea porque el aborto sea derecho o que decide continuar con su embarazo sin importar su situación?, ¿es mala persona quien hace uso de las drogas o de cualquier otro vicio?, ¿disentir con argumentos con una persona pro aborto, que cuida el medio ambiente, trata bien a todo ser vivo, promueve la paz, hace ejercicio, da consejos a la gente, es ser una persona políticamente incorrecta? Responder afirmativamente lo anterior sería casi como aceptar que cuestionar lo políticamente correcto lo convierte a uno en políticamente incorrecto. Pero si no se cuestiona el que alguien crea poseer la verdad con respecto a lo bueno, ¿no se promueve una especie de dogmatismo que deriva en ideologías intolerantes y, por tanto, políticamente incorrectas?

La preferencia por lo políticamente correcto me parece que se basa en que se puede apoyar lo que la mayoría, o una minoría que opina bastante, ve como mejor sin comprometerse a ello. Ser aparentemente políticamente correcto para gozar de buen nombre y hacer fechorías por debajo del agua. Ese es el segundo problema que le encuentro a la exigencia de que se sea políticamente correcto. Un ser astuto se podría aprovechar de la situación. Hacer una cosa y decir otra completamente distinta. Claro está que si se apoya una causa o a un grupo se gana de rivales a los enemigos, pero eso no exime del problema recién mencionado; hay personas que saben evaluar la situación mucho mejor que la mayoría para sus propios beneficios. ¿Cómo hacer que los más capaces se preocupen por los problemas importantes, que no sean políticamente correctos para ser injustos? Es más importante ser justo que políticamente correcto, aunque la justicia no se perciba por la mancha de ser políticamente incorrecto.

Lo políticamente correcto no siempre tiene que ver con asuntos que son importantes para todos, sino sólo para algunos. Esto es preocupante. Las personas en pobreza extrema están más preocupadas por comer que por reciclar o atender los derechos de los animales. ¿Basándose en qué se le puede pedir a una persona, que vive en un entorno sometido por el crimen organizado, que sea pacifista o marche a favor de los derechos de alguna minoría? Ciertamente necesita vivir pacíficamente y exigir sus derechos más que otras personas, pero no se le puede exigir si existe el riesgo, por mínimo que sea, de que los criminales atenten contra su vida. Antes de querer ser políticamente correcto y buscar que otras personas lo sean, hay que priorizar  asuntos que son básicos. Es bueno que las mujeres que luchan por sus derechos no sean políticamente correctas, sobre todo al vivir en un entorno de peligro y violencia. No nos podemos preocupar más por lo políticamente correcto que por las injusticias que padecemos todos los días.

Yaddir