Una hilacha de voz

Penélope no sólo tejía, también cantaba cuando tomaba sus hilos, su canto era triste, había lamentos constantes por el que estaba ausente.

Sentada frente al telar, tomaba más hilos y con ellos tejía la inconclusa historia de su fiel marido, con cada recuerdo aumentaba una puntada, con cada nota agregaba la esperanza de destejer por la noche a la terrible mortaja.

Penélope cantaba mientras los hilos cosía, mientras las figuras bordaba, ella triste cantaba. Cantaba y cantaba, todo el día cantaba triste la reina, junto al telar encerrada.

Tejía todo el día, esperando ansiosa la llegada de Odiseo, y si no se podía al menos la de la noche para ganar tiempo, para evitar que los funestos pretendientes pusieran en peligro a la vida y a la hacienda de su Telémaco.

El palacio en Ítaca, de tristes cantos se llenaba, por eso los pretendientes mejor hacían venir a la cítara, para no escuchar lo que la pretendida cantaba, para hacer sordos sus oídos ante las súplicas de la reina encerrada.

Al final del día sólo tristes hilachos de la bella voz quedaban, esa voz ya no era necesaria para arrullar al niño o para confortarlo cuando temeroso llegaba a esconderse en su regazo, el niño había crecido y junto con él el peligro de perder todo.

Esa voz se apagaba junto con la luz del día, y sólo una hilacha quedaba alojada en el cuello de la mañera esposa, de la fecunda en ardides que sabía esperar.

La voz se apagaba junto con la luz del sol, pero después de los llantos había un lugar para la esperanza, pues en silencio la reina de ítaca destejía el manto, y rogaba a los dioses para que su querido Odiseo llegara al hogar.

A veces el viejo Argos, ese perro que también esperar sabía, a la reina acompañaba. Y así en silencio, la esposa y el perro destejían el manto tejido entre lágrimas para silenciosamente dar cabida a la esperanza.

Maigo.