Hoy comencé con el nuevo trabajo. Si yo fuera de quienes creen en los espíritus del bosque, como dicen que los hay en otras culturas, estaría animado a preguntarme quién y por qué me visitó por la madrugada; y es que saliendo muy temprano, como debo hacer de ahora en adelante, se me cruzó un zorro en la esquina de mi casa. Primero lo confundí con un perro, pero era más delgado de facciones, más grácil de movimientos. Se hizo para atrás sin dejar de mirarme nunca, ni un momento, mientras tomaba algunas migas del piso. Pronto salí de mi error viendo su color anaranjado como arce en otoño y, claro, su rabo peludo con punta blanca. ¿Qué hubiera pensado de creer que era más que un zorro? ¿Sería buen, mal agüero? ¿Sería una visita para probar mi compasión? (Si sí, fallé la prueba: no le di comida al zorro). ¿Sería un mensajero y me habría perdido del anuncio? ¿O tal vez habría sido tan solo un dios fisgón, curioso, mirando a ver qué hacía y dándome el dudoso placer de sentirme muy importante por despertarle la curiosidad a un dios? Ya investigaré quién visita a los mortales disfrazándose de zorro. Ah, porque además tendría que suponer que es disfraz, y que la verdad que esa mirada feroz escondía era una mirada colmada de una inteligencia atroz, imposible de sostener con la mía. No dudo que hubiera podido desbaratarme una pierna de haber querido, eso sí. Pero se mantuvo alerta solamente, atento y pendiente a la vez de su bocado. Y pensándolo bien, no es la primera cosa extraña que me pasa en un trabajo; ¡y sí que los he variado! En el primero conocí a un hombre de abrigo tres tallas pasadas de la suya que leía la suerte en las estrellas, que callaba y escuchaba en el viento los hados del futuro: le dictaban los números correctos de la lotería. Pero se los dictaban confusamente, y los mensajes siderales los revolvían ocultando el verdadero con cientos falsos. Necesitaba por eso toda su atención y a quien lo interrumpiera no lo perdonaba nunca (no me ha perdonado todavía) para poder entender. O para poder ahora sí entender, porque nunca, aún, había podido leer la fortuna sin cometer algún error. Me pregunto si ya hoy entendió lo que el Cielo le dice. También conocí, en otro trabajo, a un muchacho con cabeza y manos de gigante que todas las mañanas aprendía de nuevo lo que iba a haber olvidado para la noche, de discurso confuso y un temperamento de tormenta, cuyas fuerzas necesitaban mantenerse aflojadas por un medicamento. Si lo había tomado, era dócil, risueño y juguetón; si no, podía matar a alguien sin plantearse la duda ni pensar demasiado en qué había hecho. También trabajé una vez para un jefe que era más bien rumor, al que nadie que yo viera veía y de quien nunca se sabía dónde estaba, la mejor actuada incertidumbre cuántica, una energía lejana que incidía de un modo que nadie tenía del todo claro en las vidas de sus empleados, del que se escuchaban muchas cosas, contradictorias en una medida alarmante, y que vivía al son del capricho pidiendo y queriendo y ordenando y requiriendo cuanta cosa le ebullera de la cabeza. Sus demandas se hacían tan lejos, tardaban tanto en llegar, pasaban por tantas personas y cambiaban con tanta frecuencia, que antes que acatarlo hubiera sido más fácil para mí interpretar en las olas que pegan en la costa cómo se movieron las aguas en altamar. Total, pues, que comencé el nuevo trabajo y, fuera de las imágenes, nunca antes en mi vida había visto un zorro. Un zorro de verdad. Zorro, espíritu del bosque, dios disfrazado o portento, supongo que un zorro nunca es solamente un zorro.
Proteófilo Cantejero
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